Documento 77/09 - 25 de noviembre de 2009

LA DICTADURA HA MUERTO... ¡VIVA LA DEMOCRACIA!

Autor: Antonio José Martínez Román, Antonio José Jaenada Jaenada y Juan Antonio Díaz Sánchez (*)

A veces no dejamos de sorprendernos, aunque a estas alturas y muy a pesar de la santa paciencia de la ciudadanía ya nos debiera resultar muy común, cómo meros ejercicios de concreción democrática pueden convertirse en un elemento de distensión para el estado de cosas en que vivimos. Y a veces, no dejamos de recordar cómo el paulatino trabajo de los hijos de la dictadura española, hablo de la Transición democrática, también buen ejemplo de la tal paciencia, puede correr el riesgo de ir a dar al traste y convertirse en un sólido trauma impermeabilizado a los contemporáneos modelos de convivencia en los que los hijos que ya somos de la constitución del 78 estamos empeñados en enmarcarnos. Menudo delito.

Pareciera como si revivir viejas heridas se haya convertido en una imperdonable duda de Santo Tomás (tan de moda como está hoy el santoral), lejos de lo que simplemente es una corrección dentro del aparato e instrumental político democrático que debe dar cobertura a nuestras relaciones civiles. Una duda que no lo es, sino un ejercicio de aproximación histórica así como un ejercicio de historia de la contemporaneidad para con las generaciones venideras. Y es que ya lo dicen, también en el santoral: sin ejemplo no se puede predicar una buena educación para nuestros hijos.

La simple mención de una evidente existencia de un estado de gobierno dictatorial, algo tan habitual a todo el siglo XX en gran parte del globo terráqueo, en gran parte de nuestro mundo occidental, levanta pasiones tan ajenas a la razón y tan cercanas por su forma al juego confrontado, a la airada disputa, a los cánticos futbolísticos, que la sana cordura, la crítica constructiva y el juicio democrático que valora y corrige el comportamiento de una nación entera queda bien cerca de parecer un espejismo. La convocatoria al presente de ese pasado, como una oscura sombra que se cierne (y eso que no tenemos constancia de que existan los fantasmas), ese mero ejercicio de historia es una cuestión de estado, un punto álgido en el que el recorrido de nuestra historia puede amenazar desequilibrio... Y nada más lejos de la realidad; aunque lo cierto sea que en ningún lugar se ha tratado el tema con la pragmática correspondiente. En Alemania se le prendió la llama purificadora para distinguir de inmediato a un país de otro, aunque el terreno fuera el mismo; en Francia el oportuno desdén tras de la cortina melodramática de la flemática resistencia, muy respetable labor la de esas pocas personas; y en Rusia la simple ignorancia parece haber sido suficiente, pues el mal endémico parece seguir presente con distinto hábito. A lo mejor no podemos, estoicamente, esperar mucho más de nosotros mismos.

Y es que las dictaduras tienen lo que tienen; que las hacen los unos contra los otros: una mitad de los españoles, dicen, contra los otros (a eso se le llama el que te toque nacer a un lado o al otro de la trinchera); los nacionales contra los republicanos o los republicanos contra los nacionales. El caso es que sean siempre los buenos contra los malos. Aunque, incluso, y en esto entra ya la creatividad literaria de los comunicadores, que esas dos partes que sí que tenemos claras ya hayan pasado a mejor vida; por más que tanto los fascismos y comunismos que tan peculiarmente cargaron sobre sus cabezas la fría corona del necio sometimiento de la masas de población estén hoy día criando las mismas malvas que sus progenitores (a Dios gracias). Con homenaje o sin él.

El caso de la medalla que le fue concedida a Franco por el consistorio bastetano durante la dictadura, como en tantas otras poblaciones españolas, entra dentro de tantas otras paradojas acomodadas dentro de los cimientos de nuestra difuminada democracia. A nadie se le puede ocurrir a estas alturas de la historia valorar como injusta o no una decisión que se tomó al abrigo del orden de cosas que reinaba sin remedio ni alteración posible en aquel momento dado y que supone, por lo tanto, una maniobra lógica y natural al sistema de gobierno dictatorial de entonces. Una medida que, no cabe duda, pues las formalidades no han cambiado tanto la orientación y los réditos que se puedan obtener, estaría encaminada a recibir una mayor consideración de la ciudad de Baza y/o de sus representantes por parte de la jerarquía del franquismo. Ello queda consolidado, por suerte o por desgracia, en el recuerdo de nuestra historia; ante eso, le quitemos o le cambiemos de lugar a los restos materiales (pues en un museo de la historia estarían mucho mejor) nada podemos hacer sino tomar buena nota. Pero ahora tampoco, a nadie se le debería ocurrir, al abrigo del sistema político con que los bastetanos y el resto de los españoles se enfrentan a su propio presente y a su propio futuro, negar que se suceda la retirada de unos determinados honores a quien de lleno con su imagen entra en conflicto con la naturaleza política del sistema democrático. Es, como se puede imaginar, un mero trámite; uno tan sencillo que la historia que los ciudadanos del aquí y ahora consideraría lógico a su propia forma de gobierno y a la ejemplificación para con los ciudadanos de la misma. Eso sí, si la nostalgia no empaña nuestras conciencias, que todo puede pasar. Una señal del correcto uso de la democracia que debe ahora estar presente en cada uno de nuestros pasos para recordar que cualquier tentativa de alteración de nuestros derechos democráticos hoy día será duramente sancionada por los soberanos del estado: la ciudadanía. Ello significa enseñar a los presentes que todo mecanismo antidemocrático, cualquiera que sea su procedencia, cualquiera que sea su índole política (que no es ello más que una excusa, a fin de cuentas, en su toma del poder) está fuera del orden y naturaleza de la democracia. Y ello, por fin, significaría un buen primer paso para decidirse definitivamente por el modelo de gobierno, el de la democracia, al que todavía y tantas veces se le trata con un desdén descarado en este país; un buen primer paso para que los ciudadanos nos veamos con la autoridad adecuada para condicionar y corregir ese tal desdén y, sobre todo, a sus intérpretes.

Bien estaría entonces, que los que se llaman intérpretes de la voluntad popular hicieran un profundo análisis del libre ejercicio de su trabajo y una sincera crítica de conciencia para ver en qué medida están ayudando a la comunidad en que viven. La retirada de una medalla no es más que eso: la retirada de un viejo mueble que no cuadra con esta nueva casa que los españoles nos estamos construyendo. No atenta contra la historia ni contra el gusto artístico, como con guasa puede haber dicho el ayuntamiento granadino; de eso podemos estar muy seguros. Y mucho menos atenta contra nuestros valores democráticos. Antes bien, defenderla por oposición u omisión, parece un sacrilegio a nuestra fe en la democracia. Bastaría que comprendieran los interlocutores políticos que a los ciudadanos de hoy nos interesa que los que pretenden ser profesionales del gobierno político lo sean y siendo así analicen objetivamente la necesidad de unas medidas o no, realizando un exquisito ejercicio de sus funciones, una entrega respetuosa a su trabajo y a sus jefes, nosotros, los ciudadanos, sin caer en la debilidad de una tentadora nostalgia ni en apasionados discursos que sólo consiguen disfrazar de falso respeto lo que es un impúdico desprecio a los pilares de nuestro país

 

(*) Antonio José Martínez Román (estudiante de Historia en la ugr), Antonio José Jaenada Jaenada (Lcdo. en Historia del Arte, Lcdo. en Bellas Artes por la ugr y doctorando en Filosofía del Arte por la Universidad de Barcelona) y Juan Antonio Díaz Sánchez (Lcdo. en Historia por la ugr).