Documento 22/12- 26 de abril de 2012

LA DAMA DE BAZA Y SU DESCUBRIDOR, FRANCISCO J. PRESEDO VELO

Autor: Vicente Mellado

Francisco J. Presedo Velo,  tercero por la izquierda. Doctor en Filosofía y Letras, ejerció de catedrático de Historia Antigua en la Universidad de Sevilla. Fue uno de los miembros de la misión española que excavó en la pared de Asuán (Egipto). En 1971 descubrió la Dama de Baza.
En la imagen, el profesor Presedo Velo, junto con sus compañeros de trabajo en Baza

Introducción:

            El próximo día 20 de julio se celebra el 42 aniversario  del descubrimiento de la Dama de Baza, voy a  transcribir un artículo del descubridor de la Dama de Baza el profesor Presedo Velo, como una experiencia enriquecedora científica y humana que sucedió en Baza y que se hace para difusión de todos los Bastetanos, que fue lo que ocurrió en el Cerro Cepero, antes y después del descubrimiento de la Dama de Baza, nunca nadie la comparó con una virgen o con la Patrona, ni el Ayuntamiento dictó ningún Decreto para ponerla en ninguna iglesia.  Es cierto que el Profesor Presedo Velo, manifiesta que algunas viejecillas se santiguaban, eso era algo normal,  por la distancia a la población serian vecinas de los alrededores, si no es para ridiculizarlos como ha tratado de hacerlo el arqueólogo José María Blázquez con el siguiente comentario  “Querían llevar a la Dama de Baza a la iglesia y ponerla al lado de la Patrona”, ese comentario no figura en ningún sitio.

LA DAMA DE BAZA

POR  F.J. PRESEDO VELO.  CATEDRÁTICO DE HISTORIA ANTIGUA UNIVERSIDAD DE SEVILLA.

Todo saber es una continua búsqueda hacia una meta inalcanzable que constantemente se aleja.  Pero la búsqueda intelectual del pasado humano tiene unas características propias y diferentes. A partir del Renacimiento, el hombre culto occidental va adquiriendo lo que podemos llamar “conciencia histórica”, y lo que fue primero curiosidad literaria, pasa a ser en el siglo XVII curiosidad científica. La contemplación del pasado no sólo se hace a través de los monumentos que aún se conservan en campos y ciudades, y mediante la lectura de textos clásicos, sino que poco a poco se crea un interés por descubrir nuevos testimonios de la anterior grandeza del hombre. En el siglo XVIII nace la Arqueología, es decir, la búsqueda metodológica de restos antiguos, que adquiere especial desarrollo en el siglo XIX y mucho mayor en el XX.  Del interés por los grandes monumentos se pasa a buscar datos para la historia, independientemente del nivel técnico o cultural de la sociedad que se estudia.

            Pues bien, obedeciendo a un requerimiento que no puedo desoír, voy a contar mis experiencias arqueológicas, que, pese a no ser brillantes, forman parte de mis actividades humanísticas.  Y no lo haré desde un punto de vista científico-técnico, sino como una experiencia enriquecedora científica y humanamente. Centraré el relato en las excavaciones de Baza, que culminaron  con el descubrimiento de la ya famosa DAMA DE BAZA, hallazgo que, por diversos motivos, ha pasado a las páginas del Aranzadi.

            Mi presencia en Baza se debió a un curso de Arqueología de campo que se celebró en Granada en 1953, con la participación de figuras tan relevantes como Von Wahle, Sois Sprokhof, Pia Labiosa, Kan Axel Althin y Daniel, amen de numerosos españoles. Se me encargó la limpieza de una excavación iniciada hacía años por Don Ángel Casas Morales, a la sazón Comisario Local de Excavaciones de Baza. D. Ángel había tenido la genial idea de hacer una prospección en el llamado Cerro Cepero, cercano a la ciudad.  Allí descubrió un poblado ibérico romanizado y habitado hasta la época visigoda. En él llevé a cabo excavaciones esporádicas durante los años cincuenta, con resultados muy espléndidos. Para ello hice prospecciones en los cerros vecinos y, entre otros, visité dos inmediatos, Cerro Largo y Cerro de Santuario, en cuyas superficies había abundantes restos ibéricos, cerámicas, restos de falcatas de hierro (espada curva utilizada por los íberos) y cerámicas griegas.

            Pasaron los años, y mi actividad arqueológica se trasladó al valle del Nilo, donde excavé los primeros años de la década de los sesenta.  Allí obtuve resultado valiosos unas veces y mediocres otras, como es normal en la tarea del arqueólogo. He de decir que en aquellas lejanas tierras nunca olvidé a Baza, donde había pasado horas inolvidables observando las antigüedades locales.  En Baza había sentido la atracción de la búsqueda del pasado. En Baza había descubierto mi primera estatua romana. A orillas de Nilo me acordaba del Cerro Jabalcón, pardo violeta, y, a lo lejos, la Sierra  de Baza y la de los Filabres, con sus tonos difuminados en las tardes luminosas de la Bastetania.

            Ya en España, regresé a Baza en 1966 y continué las exploraciones del Cerro Cepero.  Ese año, en compañía de mi buen amigo Ruiz Argilés, me dirigí de nuevo al Cerro de Santuario. Durante el invierno, en Madrid, M. Pellicer me dijo que el cerro había sido comprado, y que el nuevo dueño tenía interés en que se hicieran excavaciones en él. Por una serie de razones, la excavación se pospuso hasta 1968.  Ese año me decidí a cambiar de campamento, y empecé la excavación con una subvención del Ministerio de Educación y Ciencia.  Me acompañaron Alonso Zamora, Tere Tardío, María Luisa de Luxán y mis viejos obreros de Baza.

            Al principio los hallazgos fueron escasos y pobres: tumbas hechas en un hoyo, con una modesta urna donde se guardaban las cenizas del muerto y una tapadera, a veces restos de una falcata …  La excavación revelaba una necrópolis ibérica de escasa importancia aparente. Venía de ver en Egipto y Sudán las grandes estructuras propias de aquellas culturas, que cuando se excavan ofrecen una riqueza incomparable.  En el momento en que se enterraron los íberos de Baza, es decir, en la primera mitad del siglo IV a. C., Egipto había cumplido un ciclo histórico de 2.700 años de historia escrita, y sus secretos habían sido arrancados por los eruditos de todo el mundo científico.  Aquí apenas se empezaba a salir de la barbarie. De Egipto conocemos su vida y sus ideas, unas veces sublimes, otras no tanto; pero en las necrópolis ibéricas y en general de la vida de los iberos sólo sabemos lo que dicen de ellos los escritos griegos y romanos.

            Los modestos hallazgos de Baza me despertaron un notable interés por lo primitivo y lo humilde, lo minúsculo y entrañablemente pobre.  Me acuerdo que en Baza contaba a los colegas con que emoción habíamos encontrado en una pequeña y misérrima iglesia del Sudán un fresco destrozado por la barbarie de los turcos, y al pie de la pintura una concha de molusco con restos de pintura que había servido de paleta al pintor y en ella, en caracteres griegos, el nombre del artista, el presbítero Lulogio. Personalmente, no vibro ante un objeto bello: eso de la belleza es algo opinable y subjetivo, mal que le pese a Max Scheler. Ahora bien, una inscripción es algo decisivo para la historia del hombre. Todo historiador suena con la epigrafía, sobre todo con la epigrafía descubierta por él mismo. Y Baza no tenía trazas de dar ninguna; claro que el Cigarralejo contemporáneo las había dado, pero las probalidades eran escasas.  Y, además, para lo que valen de momento... No sabemos nada de ellas.

LO HUMILDE Y LO INEDITO

            Pero, a medida que la excavación continuaba, algunas tumbas le daban mayor interés. La número 4, por ejemplo, que, aunque modesta, apareció entera, con su bello vaso griego y un calathos ibérico (cesto de juncos o de mimbres entrelazados de forma semejante a un cáliz sin el pie), signo inequívoco de una persona pobre de buen gusto. Se enterraba con los objetos más valiosos que tenía a su disposición, ¿cómo había comprado el vaso y a quién? ¡cuántas veces en su vida habría limpiado, mimado y contemplado su posesión preferida¡.

            Ya en la tumba 9, completamente destrozada, se veían restos de un mayor poderío económico y rango social.  Había sido una tumba de hermosas lajas de piedra, y de su rico ajuar sólo quedaban briznas de su antigua riqueza: restos de vasos griegos y de ruedas de carro, un carro que durante la excavación y después de ella nos daría que pensar. Todo el mundo decía que los carros hallados en tumbas eran carros de guerra. Poseemos una imagen histórico-literaria: los héroes de la época homérica acudían a la batalla en un carro tirado por briosos corceles, y descendían de él para combatir ante la mirada asombrosa de sus compañeros de armas. En campañas sucesivas encontramos más restos en la tumba 186. Pero nuestras ideas sobre este artefacto no se aclararon hasta años después, cuando nuestra colaboradora en la Universidad de Sevilla, María Cruz Marín Cevallos, nos demostró que no podía pensarse exclusivamente en el carro de guerra, sino que, con toda probalidad, se trataba de humildes carros campesinos en el que se había transportado el cadáver hasta la necrópolis para incinerarlo en el Ustrinum (lugar donde se quema el cadáver para luego recoger sus cenizas e introducirlas en una urna cineraria). Pensamos que la mayoría de los pueblos, tanto antiguos como modernos, son fundamentalmente pacíficos. Lo que ocurre es que nosotros los conocemos por las historias de sus guerras, primero con Cartago, y con Roma después, y estos no son más que episodios, decisivos, sí, pero episodios de su vida histórica ¿Cómo si pretendiéramos encontrar en nuestros cementerios de pueblo y de aldea restos de las contiendas que turbaron nuestra historia contemporánea?.

            A pesar de la pobreza de nuestros hallazgos no decaía el interés de la excavación.  Cada vez que abríamos una tumba o los restos de ella, me acordaba de una anécdota vivida en tierra del Sudán. Estábamos excavando una tumba violada en Mirmad (Argin), y los Cufties (obreros egipcios especializados) limpiaban el fondo de la misma. Yo miraba desde el borde cuando de pronto se acercó un jeep y descendió de él un europeo que se acercó a nosotros y se presentó diciendo: “Me llamo Shinnie y me gustaría ver la excavación de la tumba”. Este famoso arqueólogo había excavado miles de tumbas del mismo tipo y sabía de memoria lo que se podría encontrar en ellas, pero al llegar a nosotros no pudo resistir la curiosidad de ver como se excavaba una más. He aquí el mayor atractivo de una excavación: ver cosas nuevas que nadie ha visto antes, la percepción de lo inédito en sentido estricto.

            Durante el invierno, el terreno fue adquirido por D. Pedro Durán Farrel y a partir de entonces el Ministerio le concedió la excavación, es decir, él subvencionaba los trabajos, y tenía derecho a los hallazgos, siempre con el control del Estado, que retendría lo que creyera conveniente. Al haber más dinero disponible la exploración adquirió un ritmo más vivo.  Todos los días se abrían nuevas tumbas, pero la mayoría no aportaba gran cosa a nuestro conocimiento de la necrópolis porque atestiguaban las mismas fechas, los mismos ajuares y las mismas condiciones sociales, más o menos.

            Un día un obrero descubrió un enterramiento de cierta importancia que animó la vida del equipo. Se trataba de una tumba de lajas verticales trabajadas, cubierta por dos grandes horizontales. Según todos los indicios, estaba intacta. Cuando se levantó la primera laja de cubierta sentimos la típica emoción del arqueólogo. Reflexionemos un poco sobre ella. En tales casos, la emoción del arqueólogo contrasta con la del obrero manual que hace el trabajo. Pocas veces se habla de la emoción de éste. Por mi experiencia de muchos años, estoy seguro de que la siente en el mismo grado o mayor que el llamado especialista, por avezado que sea. El  obrero no trabaja sólo por el jornal; trabaja con gran entusiasmo. Y sobre este tema podía contar infinitas anécdotas.  Debo añadir que en ninguna excavación conté con obreros más inteligentes, devotos y cuidadosos que los de Baza. La impaciencia del obrero se descarga con el trabajo manual, pero la del arqueólogo, en estos momentos de apertura de una tumba, es realmente tensa, en los fumadores tiene como consecuencia el consumo de cigarrillos en cadena. Generalmente los hallazgos se producen durante un largo proceso de excavación, que se hace milímetro a milímetro.  Pero una tumba cerrada se abre de una vez, y produce una sensación especial que podríamos llamar “epifanía arqueológica”. Sin duda, el arqueólogo vive intensamente la excavación durante todas las horas, acumulando en su mente preguntas que sólo muy lentamente y en escasa medida va contestando el proceso de la excavación.  Pero cuando se está ante una tumba que se reputa importante, la imaginación vuela a los libros que ha leído, y a otras similares que ha visto, y piensa en lo que realmente puede encontrar.

            Volviendo a nuestra tumba número 43, una vez levantada la tapadera vimos dentro un montón de tierra que se había ido acumulando a lo largo de dos mil trescientos años. Comenzó entonces la verdadera excavación, sistemática y cuidada, recogiendo cada fragmento por mano de un obrero hábil y todo el equipo dispuesto a tomar notas y trazar croquis, apuntes y medidas, fieles al lema de que en el campo todo sobra y en el gabinete todo falta.

CERÁMICA DE CALIDAD

            Primero salieron vasos ibéricos, y después vasos griegos, algunos de excelsa calidad. Al ver las hermosas cráteras griegas de figuras rojas nos preguntamos qué sentiría el íbero bastetano contemplando los excelentes dibujos, hechos en el taller del pintor del Negro en Atenas, qué entendería de las escenas mitológicas de amazonas y atenienses, con sus bellos escorzos de caballos y jinetes, o ante las hieráticas figuras envueltas en el himatión (traje largo masculino usado por los griegos), y qué pensamientos cruzarían por su mente al ver las escenas de banquete, tan fiel reflejo de una Atenas decadente y civilizada. Todo ello se piensa mientras se limpia o prepara la cerámica.  El final del barrido de la tumba tiene un aire de liquidación de una etapa de descubrimiento, porque, por rica que sea, siempre se quiere encontrar más y mejor. El afán renace a cada palada de tierra que se extrae, aunque en el ánimo siempre tenso del arqueólogo haya momentos de desaliento e incluso de aburrimiento. Con todo, hay que decir que normalmente en una excavación no queda tiempo para aburrirse. Todo el equipo está ocupado las ocho horas de trabajo en la redacción del diario, trazado de croquis, toma de fotos, dirección del trabajo y mil cien cosas más que se presentan a cada momento, planteadas por los obreros, los arqueólogos y hasta los vecinos.

            Baza no ofreció, por los menos al principio, problemas de tipo mayor, siendo la tónica general una excavación relativamente fácil; conocíamos el pueblo y sus gentes, sencillas y amables hasta grados muy elevados.

            En la campaña de 1970 hubo momentos de desánimo y cansancio, sobre todo cuando topamos con varias tumbas grandes completamente violadas y robadas. Pero también tuvo sus compensaciones con el hallazgo de una, la 130, intacta, que dio muy buenas piezas griegas y algunas ibéricas excepcionales. De todos modos no parecía que fuera la de Baza una necrópolis de notoria importancia, antes bien, en el mejor de los casos, se preveía que pasara a la bibliografía como un punto más en la lista de necrópolis ibéricas, y una de esas referencias en el mapa sólo conocida por los especialistas. Con estas y otras ideas semejantes nos consolábamos con la familia Durán Farell, que nos visitó en aquel ardiente verano de 1970. Cuando se excava un tumba robada y despojada, y se van recogiendo los fragmentos despedidos a su alrededor, para tener una idea de cómo fue cuando estaba entera, hay que poner sumo cuidado en la tarea. Posiblemente la tumba 131 de Baza, despedazada por los violadores, ostentó una hermosa cratera griega que logramos reunir en esta campaña y la siguiente casi por completo.

AÑO DE GRACIA

            La excavación de Baza tuvo su año de gracia en 1971. Habíamos llegado al extremo oriental de la necrópolis y veníamos trabajando desde hacía semanas en descubrimientos de tumbas saqueadas, en una zona destrozada por la plantación de almendros hacía años y una excavación un tanto irregular de unos días, que no había causado grandes destrozos, pero molestaba nuestra vista. Quedaba descartada en principio la existencia de grandes tumbas enteras, y a lo sumo creíamos posible alguna de regular tamaño con su acostumbrado ajuar. Además queríamos terminar aquel año la excavación; yo personalmente tenía cierta prisa por hacerme cargo de la dirección de los trabajos arqueológicos de Carteía, que llevó nuestra admirada amiga la doctora Fernández Chicarro.

            Era el día 20 de julio. Llevábamos trabajando en el campo desde las ocho de la mañana.  Los obreros estaban divididos en tres equipos, uno de ellos en la parte sureste, otro en el noreste y un tercero en el centro. El del centro limpiaba unas piezas aparecidas en superficie, producto de un despojo característico.  El  equipo del sur había empezado a preparar unas lajas puestas en el suelo, que anunciaban, a mi juicio, la existencia de una tumba sin violar, lo que suponía un consuelo después de tantos días de frustración. Empleo esta palabra a sabiendas de que los llamados puristas de la arqueología dirán que un científico nunca se frustra, que los resultados negativos también tienen interés, que el arqueólogo no es un coleccionista de objetos de museo, el sic de caetens.  Bueno, el científico se frustra como todo el mundo y hasta diría que mucho más que las demás gentes, pues sus fracasos afectan a su más íntimo sentir, al esquema mental que se ha trazado, y en arqueología se produce en cada momento.

            En fin, que yo estaba midiendo las lajas y haciendo un croquis y unas fotos.  El equipo del noroeste había encontrado el día anterior una tumba abierta, que no se había podido excavar por falta de tiempo. Esta mañana lo habían hecho, pero al sacar los objetos que contenían, no aparecía la pared de cierre por el lado este.  En esta dirección había tierra removida, era muestra inequívoca de que seguía el hueco, un hueco sin tapadera, augurio de violación.  Pero, en cualquier caso, había que explorar al máximo. Es una regla de oro de la arqueología no dejar nada sin ver y analizar, haciendo caso omiso del tiempo perdido en la tarea.  El hueco en cuestión se fue perfilando como un hoyo rectangular sensiblemente cuadrado, en cuya pared sur había un almendro plantado con una barrena hacía cuatro o cinco años. El almendro fue extraído con el mismo cuidado que un dentista extrae una muela.  Al ver que no aparecía nada, los obreros preguntaron si seguían o no y, sin vacilarlo, les dije que continuaran.

Una estatua

            Volví a mis losas que había de dibujar y situar en el plano. A eso de las once de la mañana empezó a aparecer entre la tierra del hoyo del noreste una cabeza pintada, descubierta por los obreros cuando iban extrayendo el relleno. Me llamaron y di orden de que siguieran sin apurarse, sin darle mayor importancia a la cosa. En una excavación de este tipo hay que evitar a toda costa que se produzca una aglomeración de obreros en un punto que se reputa de gran interés, con el consiguiente entorpecimiento del trabajo y el abandono de las tareas señaladas a cada grupo. Al poco rato se había descubierto la cabeza y parte de los hombros. Mi hija Eugenia, de cuatro años, que por casualidad se hallaba en el campo, me dijo: “Papá, ¿un indio?”. Se había constatado la existencia de una gran estatua dentro de una tumba. Una estatua que conservaba el color en gran medida, una estatua que podría fecharse con precisión. Durante toda la mañana continuó el trabajo sin alteración alguna. Aquel día se trabajó incluso por la tarde, porque había que excavar la tumba lo mejor posible.

            Paralelamente, el equipo del sureste levantaba las lajas que tanto me habían ilusionado; resultó que no había nada debajo. En otras circunstancias me hubiera sentido defraudado; en aquel momento lo estuve, pero el hallazgo de la estatua me compensó de alguna manera.

Como ocurre siempre, cada hallazgo crea problemas que hay que resolver sobre la marcha. Al ver que estaba policromada, mi preocupación fue la conservación del color. A mi mente acudía con enojosa insistencia el recuerdo de la excavación de Heracleópoles del año 69.

            Aquella tarde fue de gran alegría en el grupo que me acompañaba. No puedo dejar de evocar, a este respecto, las inolvidables tardes de Baza, cuando el fresco de la sierra pone nota de bienestar en la ciudad calcinada durante el día. Solíamos tomar una copa en el bar de Eusebio antes de recogernos al hotel Mariquita donde gozábamos de las atenciones más que cordiales de la familia Morcillo, propietaria del establecimiento. El patio, con una fuente saltarina, ponía una nota de paz, compartida amigablemente con Marcelo Mastroiani, que a la sazón rodaba una película en las cercanías. Pues bien, aquella tarde comentábamos todo el equipo nuestro hallazgo. José María Santero, que por esas fechas iniciaba sus primeros estudios sobre la Antigüedad; Tere Tardio, M. Luisa de Luxán; mi mujer, Maria Eugenia Galve, Manolo Rabanal... Aunque éramos cautos en nuestros comentarios, la noticia había trascendido al pueblo con las consiguientes exageraciones de la imaginación popular, que hacía cálculos sobre el descubrimiento.

            Al día siguiente volvimos al campo. Pasamos la primera parte de la mañana limpiando la tumba, haciendo los croquis pertinentes y limpiando la estatua, labor de la que se encargó mi mujer, María Eugenia, ayudada por Mario Rabanal. Por consejo de un químico amigo se le dio una capa de laca para preservar el color. Muy pronto iba a empezar el calvario del descubrimiento, que, visto a los doce años, resulta un tanto bufo, pero que en aquellos días calurosos de julio me ocasionó no pocos sinsabores y un notorio desencanto.

            El problema era el siguiente. El cerro en el cual excavábamos había sido comprado hacía unos años por D. Vicente Lorente, vecino de Baza, quien había propiciado la excavación dando toda clase de facilidades para la primera campaña.  Entre ésta y la segunda, el yacimiento había sido adquirido por D. Pedro Durán en unas condiciones que yo, como director de la excavación, desconocía en sus detalles, detalles que afectaban a los límites exactos y a los tantos por ciento de los objetos que se encontrasen.

Cuestiones jurídicas

            A partir de 1969 la excavación era sufragada por el señor Durán y tenía derecho a los hallazgos dentro de los límites señalados por la Ley. Con arreglo a este criterio, los hallazgos de 1968 fueron enviados al Museo de Granada, porque los gastos habían corrido por parte del Estado, que me había dado una subvención de 25.000 pesetas, y los de 1969 se trasladaron a Madrid, en cuyo Museo Arqueológico fueron inspeccionados y seleccionados los objetos que habían de quedarse en dicho museo, como ocurrió con la tumba número 43, la más rica, y otras menores.  El resto se envió a la colección particular del señor Durán.

            Al año siguiente, 1970, se me dió orden de Madrid, según la cual los hallazgos irían directamente a Barcelona a la misma dirección, como así se hizo.  Ello no planteó problemas por la sencilla razón de que no había habido cosas de mayor cuantía. Cuando se supo el hallazgo de la estatua llamada muy pronto por las gentes “Dama de Baza”, denominación que a mí personalmente no me pareció mal, se produjo una gran confusión. Las autoridades locales querían, lógicamente, que la estatua quedara en la ciudad, lo que, respetando la razón fundamental de su postura, resultaba difícil, porque en Baza no existía museo para instalar; en todo caso tendría que ir a Granada. Con la orden de excavación en la mano, era preceptivo enviarla a Don Pedro Durán, a reserva, claro está, del derecho del Estado a recobrarla, como había hecho con la tumba 43 y las menores arriba citadas.

UNA DAMA ELEGANTE

            Se trata de una estatua femenina sedente, tallada en bloque de piedra de color gris, con un peso de unos 800 kilogramos. Tiene 130 centímetros de altura máxima y una anchura de ala a ala del trono de 103 centímetros. Va estucada y pintada en su totalidad.  El rostro es ovalado, con frente alta y recta, la nariz de una gran perfección que casi continúa la línea de la frente.  Los ojos, ligeramente inclinados hacia abajo, estuvieron pintados, pero han perdido el color; las pestañas finalmente dibujadas en negro sobre unas pequeñas incisiones. Las cejas, arqueadas, muy finas y pintadas de negro. De boca bien dibujada, conserva restos de pintura rosa vivo. El cabello rizado y negro asoma debajo del tocado de la cabeza, peinado en bandos que se recoge en dos rodetes a ambos lados de las mejillas.

            El rostro pintado, como las manos, de un tono rosado. Las manos asoman debajo de los pliegues del manto; la derecha apoya la palma sobre las rodillas con un anillo en el dedo anular y dos en el índice, la izquierda está cerrada y aprisiona un pichón, cuya cabeza asoma por el hueco entre los dedos pulgar e índice, pintado de azul intenso. La mano lleva tres anillos en el dedo índice y tres en el anular. Los pies, calzados con babuchas rojas con suela, descansan sobre un cojín rectangular.

            La figura va cubierta con un manto que la cubre de la cabeza a los pies, cayendo con cuatro graciosos pliegues que enmarcan la cara, resbalan sobre los hombros y llega hasta el suelo plegándose debajo de las manos al modo griego. Todo el manto estuvo pintando de azul claro y en el borde lleva un adorno  muy peculiar; una franja de unos seis centímetros de ancho, cuya primera banda es de rojo bermellón continuo, otra de ajedrezado blanco y rojo en tres líneas y, finalmente, un borde pintado de azul intenso.

            La figura va vestida con una túnica cuyo escote se ve debajo de la tercera gargantilla. Debió ir pintada de azul, rematada con una franja de los mismos motivos y colores que los del manto. Debajo asoman dos sayas más.

            La Dama lleva un tocado de cabeza consistente en una cofia o tiara que se levanta en el occipucio y se ciñe al cráneo desde la frente, tapándole las orejas de las que sólo asoman los lóbulos. De las orejas penden dos pendientes de gran tamaño. Al cuello, cuatro gargantillas pintadas de blanco. Por encima de la túnica presenta un gran collar formado por cuentas de tres tipos distintos, del que penden cinco colgantes en forma de bullae.  A mitad del pecho, otro collar, del que cuelgan anforillas.

            La Dama va sentada en un trono tallado en el mismo bloque que representa un sillón de madera de cuatro patas verticales como braceros y respaldo. Las patas delanteras terminan en garras perfectamente dibujadas. El sillón lleva dos alas como prolongación del respaldo. Todo el sillón va pintado de marrón oscuro, excepto las alas, que tienen una banda interior blanca.

            El detalle más importante de la estatua es que en la parte derecha del trono se abre un agujero de 0.17 x 0.16 y 0.22 de fondo.  En esta urna se depositaron las cenizas del difunto. Por ello hemos de concluir que la estatua tuvo como finalidad propia la de una urna cineraria. Tipológicamente está relacionada con todo el arte ibérico y, en general, con la plástica del Mediterráneo, donde encontramos abundantes terracotas que dan un tipo similar. La fecha, que puede situarse a principios del siglo IV a. C., es un punto clave para resolver el debatido problema de la cronología del arte ibérico.  Es la primera pieza de gran plástica ibérica encontrada in situ.

Conmoción popular

Mientras tanto se había producido una conmoción popular que durante varios días atrajo a una masa considerable de público a la excavación. Era curioso e interesante ver como algunas viejecitas se santiguaban delante de ella. Pero desde el punto de vista de nuestro trabajo causaba molestias sin cuento. Al tumulto se sumaron periodistas con el ímpetu propio de la profesión. En aquellos momentos mi única preocupación era conservar la policromía, que se perdía por segundos.

El Alcalde de Baza, buen amigo mío y de la arqueología, se vio presionado por la opinión pública de algunos amigos abogados y decidió echarme de la excavación porque, según él, trataba de robar la estatua para enviarla fuera de Baza. Lógicamente dejé la excavación, que quedó momentáneamente a cargo de un guardia municipal de Baza. Por la noche recibí una citación del juez bajo la acusación de sustraer objetos de una excavación, y cuando acudí al juzgado, el juez, con suma cortesía, me comunicó que no había tenido más remedio que citarme, añadiendo que no me preocupase ya que todo estaba en regla. El Gobernador de Granada decidió tomar cartas en el asunto y anuncio su visita a Baza, pero a causa de una desgracia personal no llegó.  También actuó el Ministerio de Educación y Ciencia, enterado por la prensa que había aparecido una estatua como hallazgo casual y por ello era necesario recogerla. Creo, sinceramente, que no habían acudido en el Ministerio al fichero de las excavaciones en curso, donde se sabía quién estaba excavando a la sazón en Baza.

Prescindiendo de detalles menores, entregué la pieza al representante del Ministerio, y cuando estábamos embalándola y cargándola, apareció un notario a levantar acta. Entonces supe por primera vez lo que había detrás de todas aquellas diligencias judiciales y notariales. El antiguo dueño de la finca había vendido el terreno en unas condiciones especiales que yo desconocía.  Era necesario dejar seis metros sin excavar al sur de un cobertizo situado al norte del yacimiento.  Como la tumba 155, en la que había aparecido la Dama, quedaba dentro de la franja citada, todo quedaba sujeto a le legislación sobre tales casos.

He de decir que a mí, director de la excavación, nadie me había dicho nada de tales limitaciones y de otras que fueron apareciendo a lo largo de un proceso que aún dura.  Por cierto que cuando trataron de delimitar la franja hacia el sur tuve que utilizar una brújula para indicarles donde se encontraba este punto cardinal con precisión, cosa que no parecía ser del interés de los allí presentes.  La Dama fue cargada en un camión, y en ese momento terminó mi actuación en el asunto.

Una vez que la estatua había emprendido un viaje, para mí desconocido, volvió la calma al campamento. De nuevo nos sentíamos tranquilos al contacto de la realidad arqueológica. Tuvimos la suerte de dar con una nueva tumba, la número 186, que nos hizo olvidar el tumulto pasado. De nuevo contemplamos con cariño el cerro Jabalcón, nos preocupamos por los restos de cerámicas, volvimos a hablar con nuestros amigos, a sentir la quietud del ánimo del estudioso. Esta última tumba excavada en Baza compensó nuestros esfuerzos; varias hermosas cráteras griegas, bella cerámica ática de barniz negro, calderos de bronce, ruedas de carro, un ajuar que nos compensaba de alguna rabieta inoportuna que habíamos tenido en los días anteriores. Durante los años siguientes me dediqué al estudio de la necrópolis que había excavado con tan buena fortuna, resultado de lo cual fue la publicación de dos monografías sobre el tema y algunos artículos de revistas.

Nunca más volví a excavar en Baza. El clima no era propicio. Volví a dar una conferencia y al cabo de los años siento la nostalgia de las buenas gentes de Baza, de mis amigos, y entre ellos cuento con especial cariño a mis obreros colaboradores y a todos los que me ayudaron. Creo que el hallazgo tuvo un gran interés porque, aparte del valor intrínseco de la pieza, resolvía de una vez para siempre el debatido problema de la fecha del arte ibérico. Es la única gran escultura ibérica que ha sido encontrada in situ y hoy campea en la sala ibérica del Museo Arqueológico Nacional.

BIBLIOGRAFIA:

  PRESEDO VELO, F. J. (1973): La Dama de Baza.
  PRESEDO VELO, F. J. (1982): La Necrópolis de Baza,
  PRESEDO VELO, F. J. (1983): Revista Historia 16