POR LA ALAMEDA

Una sección de Lola Fernández Burgos
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QUE SUENE LA MÚSICA

Mira que nos gusta la fiesta. Nos pasamos el verano  sin darle tregua a nuestros cansados cuerpos, que van de barrio en barrio, de centro sociocultural en centro sociocultural, de plaza en plaza, de verbena en verbena. Es que es increíble que uno pueda aburrirse entre tanto jolgorio, aunque hay quien  sí, no hay más que leer mi artículo de la semana pasada.

Los niños ven contentos cómo el tiempo sin escuela es ameno y con muchas posibilidades para el ocio y la risa. Los adolescentes ven complementados sus circuitos rutinarios de diversión con muchas más actividades que en el resto del año. Los jóvenes y adultos salen y disfrutan de los amigos, un día aquí y otro allí. Y los más mayores aprovechan el momento, porque saben que luego entra el frío y ya les es más difícil tanta actividad lúdica.

Pero el verano es así. Aligeramos nuestras ropas y nos sentimos con más ganas de ser felices que habitualmente. El tiempo se presta al paseo. Las vacaciones sirven para el reencuentro de seres queridos que vuelven, no por navidad como en el anuncio, sino en los meses en los que los días son más largos, y hay más horas para la convivencia fuera de casa.

Luego llega la noche y la música suena en los recintos apropiados, y en las fiestas de barrio se baila y se departe entre risas. Tampoco hay que conversar de temas demasiado profundos, con unas cuantas bromas se pasan las horas y cuando te acuestas lo haces con la sonrisa aún prendida al gesto. Es tiempo de felicidad, a pesar de que a veces te asalte la dejadez y el cansancio que provocan el calor, la elasticidad del tiempo, las resacas tal vez también, a veces.

Es el balancearse entre el ser y el estar, entre lo permanente y lo coyuntural, entre los sentimientos más profundos o las sensaciones más ligeras. Igual el verano es un tiempo para la apariencia más que para la interioridad; para la superficialidad más que para lo profundo; para el aforismo más que para la filosofía. ¿Quién puede saberlo? Porque son cuestionamientos casi de invierno.

Vivamos, que sólo se vive una vez. Dejemos el ser conscientes de la levedad de la existencia para cuando los vientos hagan renovarse las hojas de los árboles caducos. Disfrutemos de la fiesta, que suene la música. No echemos de menos el silencio adecuado para las confidencias, que ya llegará el otoño. Ya se harán los días más cortos, y la noche nos restará tiempo para la luz. No nos quejemos del cansancio de la juerga, porque es mucho peor la desazón del aburrimiento.

Además, cuando empecemos a sentir la melancolía del verano que se nos empieza a marchar, no tenemos más que recordar que después de tanta semana cultural, aún nos espera nuestra fiesta mayor: la feria, nada más y nada menos que a lo largo y ancho de  diez días, con sus correspondientes noches. Así que nada ose perturbar nuestra alegría, porque las fiestas, y no sólo las bicicletas, son para el verano.