POR LA ALAMEDA

Una sección de Lola Fernández Burgos
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MODERNIDAD

Cantaban los No Me Pises Que Llevo Chanclas aquello de “¿Y tú de quién eres?”, que me viene de perlas para abordar el tema de las diferencias entre el pueblo y la ciudad. Porque para nada se da el mismo trato a la gente en uno y otro medio. Aunque pudiera parecer que en los lugares más pequeños se trata mejor a las personas, la verdad es que depende mucho “de quién seas”, si de Manolita, o de Periquita.

     No se te trata, pues, en función de ti mismo, sino de tu familia. Y hay en ello algo de cerrazón y de trato injusto. Porque qué tendrá que ver quién sea tu padre o tu madre, para ser o no generosos contigo. Todo lo más que se avanza es con el “tanto tienes, tanto vales”, que no se sabe muy bien qué es peor. Por supuesto, sin generalizar, que siempre hay excepciones; pero suelen ser para confirmar la regla.

     Así que al desdibujarse los parentescos en la ciudad, ésta es mucho más abierta y menos condicionada en la forma de acercarse su gente a ti .Si gustas, gustas; y en ello no van a influir tus progenitores, o tus tíos, o tus primos, o tus suegros. Entre otras cosas, porque será raro que nadie llegue a conocerlos siquiera, aunque te visiten puntualmente.

     Y estando muy clara esta diferencia entre pueblos pequeños y pueblos grandes, o entre pueblos y ciudades, aun existe una mayor distinción, a la que quiero referirme más en concreto: la que se da entre ciudades y ciudades modernas.

     Porque hay ciudades provincianas, que se organizan en núcleos, y se asemejan a lo rural peligrosamente. Con esos barrios en los que conforme te adentras en ellos, hasta los perros dan la señal de alerta de moros en la costa. Suelen ser una suma de lo negativo del pueblo y lo negativo de la ciudad. Porque en todas partes cuecen habas, pero en unas más que en otras, a qué negarlo.

     Luego hay ciudades modernas, de esas que las visitas y te vas con la necesidad de volver, porque te gustan y sobretodo porque se gustan, y te transmiten su alegría, su mentalidad abierta, como si te conocieran de toda la vida. Se abren a ti, y logran que te sientas a gusto en ellas, como si fueras uno más y formaras parte de su carácter y de sus maneras.

     Una ciudad moderna es, ante todo, una ciudad tolerante. Una ciudad de puertas abiertas que nunca pregunta de dónde eres, de quién eres, o quién eres tú. Cuando llegas a ella, pareciera como si todo te fuera familiar, aunque te sea totalmente desconocido. Porque siempre hay una palabra amable, o una sonrisa, incluso cuando no se habla la misma lengua. Nunca es difícil el trato cuando hay deseos de complacer.

     Porque mira que es triste y decepcionante el hablar el mismo idioma y no entenderse. El haber recibido parecida educación, y que unos miren desde arriba presumiendo de alcurnias de pitiminí. O aún peor, ver servilismo en quien se cree menos, cuando todos somos iguales. Hay lugareños y lugares que deprimen, para qué negarlo. En cuanto los tienes cerca, lo notas, y sólo deseas poner distancia de por medio.

     Sin embargo, qué acogedor un sitio en el que da igual lo superficial, porque lo que cuenta son los valores y la educación. Cuando uno se siente bien tratado porque sí, no por algo en concreto, o por algo a cambio. Es como cuando vas a un restaurante, por poner un ejemplo muy gráfico, y agasajan con  un “chupito” de despedida al cliente, haciendo un maleducado distingo con quien podría haber llegado a serlo, y decide no serlo precisamente por la diferencia de trato.

     Ahí está la clave de la modernidad: igual trato para todos. Eso es lo que hace que a una ciudad moderna, siempre que tengas la oportunidad, vuelvas. Y por eso mismo, nunca más volverás a pisar las calles de una que no te trate como a los suyos. A no ser que no te quede más remedio.