POR LA ALAMEDA

Una sección de Lola Fernández Burgos
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UN MUNDO MEJOR

Paseando por la Alameda me cruzo con niños y niñas, con abuelos y abuelas, con la juventud, con sus padres, y con inmigrantes, cada vez en mayor número y de más diferentes orígenes. A los ruidos del ocio, siempre agradables, se unen los distintos idiomas desconocidos. Como una torre de Babel, el parque es testigo de los nuevos tiempos.

Me gusta la mezcla, la variedad, lo nuevo, lo desconocido. Me encantaría saber comunicarme con esas personas a las que no entiendo, y que me contaran historias de sus vidas y de sus lejanas tierras. Me pongo en su lugar y me provoca ternura su desvalimiento. No sé cómo pero noto que ellos siempre saben quiénes no los rechazan en modo alguno. Es como el lenguaje del corazón, ese que también y tan bien conocen los animales, que sin palabras ven de lejos a quienes nunca les harán daño, y a quienes es mejor mantener lejos por si acaso.

A veces escucho cosas tan curiosas como que desde que están los inmigrantes entre nosotros, se han reproducido enfermedades ya superadas. Algo similar ocurre cuando nosotros vamos a exóticos países y llevamos enfermedades que ellos no tienen. Nada tan grave que no se pueda evitar o superar con vacunas y una correcta atención médica. Pero claro, cuando se quiere justificar lo injustificable, hay que recurrir a razonamientos cuando menos peregrinos.

Los lugares no nos pertenecen. Somos nosotros y nosotras los que pertenecemos a los lugares. Yo soy de aquí, pero el aquí no es mío. Así de simple. Y de complejo. Todos tenemos derecho al aquí que más nos guste. Porque una cosa es la propiedad privada, y otra muy distinta son los bienes que a todos pertenecen en general y a nadie en exclusividad o en particular.

Puedo ser muy feliz paseando por la Alameda, y tengo el mismo derecho a hacerlo que todos los que por ella pasean. Pero si me place cambiar de parque, lo hago sin más, y será tan mío como de quienes en él estén. Y si extrapolamos y del parque pasamos al mundo y a la vida, pues otro tanto de lo mismo. ¿Quién va a decir que uno puede estar y permanecer en un lugar y otro, por el contrario, no? Porque a mí lo más que pueden es negarme el paso a una propiedad ajena, a la casa de alguien. Y a la inversa: yo puedo permitir o no que alguien entre en mi casa. Pero fuera de ahí, nadie es nadie para ello.

Por supuesto, una cosa es esa y otra que todos y todas hemos de seguir las reglas. Y las reglas han de ser las mismas para todos. Y si alguien se niega a seguirlas porque en su lugar de origen son distintas, se les puede exigir que las cumplan o que se vuelvan a esos lugares de origen y cumplan allí las distintas reglas. Y me refiero al ámbito político, social y, evidentemente, también al religioso.

Creo que si todos jugamos con las mismas normas y sin hacer trampas, la diversión está asegurada. Lo malo es cuando unos se creen que tienen derecho a imponer sus propias reglas. O cuando otros piensan que con ellos no van los preceptos que todos han de cumplir. Es una mera cuestión de respeto. En la igualdad de derechos y de obligaciones está la respuesta para evitar el desequilibrio y las desigualdades e injusticias. Pero igualdad no es uniformidad y homogeneidad. El respeto que exige igual trato, exige al mismo tiempo aceptar la diferente expresión, la diversidad, la heterogeneidad.

Es aún mucho más sencillo: trata al otro como quieres ser tratado. Dale lo que quieres recibir. Mira más allá de las apariencias y descubre que en cada ser humano hay un igual por encima de cualquier diferencia. Para el negro, tú eres blanco. Para el bajo, tú eres alto. Para la mujer, tú eres hombre. Para el musulmán, tú eres cristiano. Etcétera. Pero lo más importante es que todos nacemos de igual manera: indefensos ante la vida y con el instinto de sobrevivir. No seamos depredadores entre las personas. La vida ya es lo bastante dura como para luchar entre nosotros, en vez de unir nuestras fuerzas por hacer entre todos un mundo mejor.