POR LA ALAMEDA

Una sección de Lola Fernández Burgos
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ODIOS

Odiar es insano. Provoca carga negativa emocional, que a la larga no es más que un pesado lastre para avanzar y vivir con un mínimo de bienestar anímico. Hay muchos tipos de odio. Todos inexplicables, irracionales, agresivos, rencorosos. Y todos tienen en común que son expresiones de la más rechazable intolerancia.

Hay quien odia al que es distinto, sólo porque no se asemeja a él. Así, hay guapos que odian a los feos, y feos que odian a los guapos. Altos que odian a los bajos, y bajos que odian a los altos. Y lo mismo con morenos y rubios, o con mujeres y hombres, o con gitanos y payos, o con analfabetos y eruditos, mañosos y torpes, y un amplio qué sé yo.

Los hay que odian al recíproco, por ejemplo al extranjero, olvidando que ellos mismos son extranjeros para quienes motivan su odio. Los que odian, porque sí, a cualquiera que se les ponga por delante. Los que odian porque temen al objeto de su odio. Hay tantos tipos de odio que es muy difícil escribir de ellos sin dejarse muchos en el teclado.

Pero hay un odio, que a mí personalmente me indigna más que otros, incomprensible y cobarde. Es el odio a algo que se lleva dentro y no se acepta. Dicen que Hitler era judío; si así fuera sería un buen ejemplo, porque el incoherente rechazo a sus orígenes provocó el asesinato de seis millones de judíos en menos de cuatro años.

Es el caso de muchos homófobos, que gritan a los cuatro vientos que ser homosexual es una enfermedad, cuando es simplemente porque a ellos les atrae el mismo sexo. La homofobia es un odio en el que me quiero detener un poquito. Hay una Ley para una ampliación de derechos a personas que por el simple hecho de sus gustos han estado privados de muchos de esos derechos. Y hay quienes pretenden que se les vuelva a desposeer de ellos.

Me parece increíble, porque homosexuales hay millones en el mundo. Sin molestar a nadie. Exactamente igual que los heterosexuales. Conozco pocas familias en las que no haya homosexuales. Pocas artes o ciencias en las que no haya homosexuales. Ningún partido político en el que no haya homosexuales. La misma Iglesia cuenta con muchos sacerdotes que han declarado públicamente ser homosexuales. Pocos colectivos y grupos estarán constituidos exclusivamente por heterosexuales.

La homosexualidad es una opción. Una libre elección. No hay nada genético que te haga ser homosexual. Tampoco heterosexual. Y no hay razón para los estereotipos creados sobre una u otra orientación sexual: no hay dos homosexuales iguales, como tampoco los hay entre los heterosexuales. Cuando uno libremente ama a alguien que libremente le corresponde, ni hay delito, ni hay pecado, ni tiene por qué ser objeto de burlas y comentarios malintencionados que sólo esconden o visten de chanza un odio.

Todos los odios son tan detestables, que se podría decir que lo único que hay que odiar es el odio. Pero mejor ni eso, porque hay que desterrar todo lo negativo, que sólo amarga. Seamos vitales, positivos, tolerantes. No hay mayor generosidad que aceptar al que es distinto. Porque hacerlo con el que es semejante es lógico y normal. Hay mayor entrega y altruismo en quien no rechaza al que no se le parece en nada. Aunque cualquier conducta tolerante será siempre un ejercicio de democracia y de libertad.

Me niego a odiar. Ni siquiera a quienes me odian. Tampoco voy a amarlos o a poner la otra mejilla. Pero les daré un ejemplo de vida no cayendo en su sucio juego de eliminaciones. El mundo es grande. La vida es rica. Todos y todas cabemos y tenemos los mismos derechos. Y a quien no le guste, que aprenda a convivir, porque el tiempo de los odios tiene poco futuro.