POR LA ALAMEDA

Una sección de Lola Fernández Burgos
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PUERTAS ADENTRO

El clima influye en el carácter de las gentes que viven bajo su influencia, está claro. Si disfrutas de bonanza meteorológica, las actividades que realizas al aire libre son muchas más que las que reservas para hacerlas entre cuatro paredes, que es lo más generalizado cuando el frío aprieta.

En Baza hace frío. Mucho frío, para qué vamos a engañarnos, aunque recuerdo cuando era niña y hacía mucho más, eso sin ninguna duda. Menos dureza en el tiempo, efecto de los pantanos que nos rodean o del calentamiento global, quién lo sabe, pero hoy en día no hace aquel frío insoportable. También es general la adaptación de las viviendas a este clima nuestro, y es raro que en casas y pisos no haya calefacción, y si no, esas buenas chimeneas tan de nuestra tierra. Cuando no ambas coexistiendo.

Al calor de la lumbre. Algo muy nuestro. Y muy de la Andalucía de inviernos poco suaves, porque no todo el sur es del calor que le imaginan desde fuera. Así, los bastetanos somos andaluces, somos sureños, pero estamos acostumbrados a soportar un frío que pela, y eso ha sido así invariablemente siglo tras siglo. Y si el clima imprime carácter, parece ser que el nuestro es ahora un poco de puertas adentro.

Somos amables y hospitalarios, gente abierta que pone con presteza una silla más junto al fuego, y añade un plato y un vaso a la mesa para compartir lo que se tenga. Pero puertas adentro, sin dudarlo. Somos gente que gustamos de la conversación y de pasar las horas contando nuestras cosas  y escuchando las de los demás, con los niños y niñas cerca pero sin incordiar, jugando ajenos a las conversaciones de los mayores, lo cual a mí personalmente me encanta, porque la infancia es para el juego, no para mezclar mundos.

Será por eso que llega el fin de semana y sales y qué pocas personas ves por las calles, pareciera que la ciudad siempre duerme. Pero ese es un error en el que no caemos los de aquí. Igual alguien que va de paso se queda con la impresión de que no hay nadie, de que se deben de haber marchado fuera aprovechando los días de descanso. Mas para nada. Si sales y abres las puertas de cualquier bar, a la vez que una ola de calor y vida te da en la cara, un bullicio de gente hablando y de risas entretenidas te acoge antes ya de entrar. Y no es que aquí guste el alcohol más que en cualquier otro sitio, es simplemente que es en los bares, en las cafeterías, en los restaurantes, donde late la vida mientras pasa el duro invierno. Puertas adentro.

Y de esos lugares, a las casas particulares. Pero no a solas cada uno a la suya, sino que  los amigos siguen juntos, en una u otra casa, con las conversaciones y los juegos de los niños de fondo. Así hasta que el tiempo cambia, y los brotes de los árboles pasan de promesa a bella realidad. Hasta que los días se alargan y deja de ser de noche a media tarde. Hasta que incluso los perrillos se atreven a gandulear de andorreo para aquí y para allá.

Entonces, llega el tiempo de abrir ventanas y balcones, para dejar que entre el ruido de la vida desperdigada por las calles de la ciudad. Y las aceras se llenan de gente. Y los parques y plazas suspiran aliviados porque llega el destierro del silencio escarchado. Y porque los críos y crías despliegan en cada uno de sus rincones toda su vitalidad, hasta dejarlos agotados y sin que se acuerden para nada del largo y duro invierno. Porque debe de ser muy triste para una plaza verse desierta, a solas con su soledad.

Cuando llega el buen tiempo, los bares arreglan sus terrazas, los barrios preparan sus fiestas, los abuelos relatan sus historias y les cuentan a sus nietos que había una Feria Chica, mientras las abuelas enseñan sus primores de hilo a quienes quieran verlos. Los jóvenes juegan al amor al aire libre, y dejan en los árboles el rastro de su enamoramiento, tal vez en los mismos que espiaron el de sus propios padres. La vida sigue, ya en la calle.

Pero ahora es aún el tiempo en que la ciudad parece que permanece en un letargo invernal, como queriendo ahorrar energía para cuando lleguen los días buenos, que falta le hará. Es el tiempo de las ramas ateridas y de los pájaros atisbando el cielo, para saber si vendrá esa tormenta que pocas veces ha llegado este invierno. Cuando la lluvia, tan altanera y distante este año, de momento, cae perezosa al principio, para después desahogar su rabia sin contemplaciones. Un tiempo en que el corazón de la ciudad no deja de estar pletórico de fuerzas y alegre y con muchas ganas de vivir y de que todos nos sintamos vivos con él.