POR LA ALAMEDA

Una sección de Lola Fernández Burgos
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SOMORMUJOS Y DEMÁS ANFIBIOS (Y 3)

A modo de recopilación de los dos artículos anteriores sobre este tema y  como cierre del mismo, en ellos hablé de los somormujos y otros anfibios, tales como los bien peinados, los babilonios, los yedras o hiedras, amén de los claudios. Grupos de seres escurridizos y babosos en sí mismos, pero que obnubilan al que desconoce la verdadera esencia de su interior con un camuflaje agradable que como todo disfraz distorsiona la realidad. Y repito que no son sus conductas las que considero despreciables y viles, sino las mentiras que encierran y las sostienen.

Siguiendo con la descripción de estos caracteres reales que juegan su rol de fingimiento a las mil maravillas, un bogart es el altruista sacrificado que hace creer que todo lo hace por los demás, cuando en verdad sólo piensa en sí mismo. Es la típica persona que se ofrece la primera para hacerte un favor, sin que pienses ni por casualidad que sólo busca su beneficio. Él obtiene lo que desea a costa tuya y tú le agradeces infinitamente que haya sido capaz de dejar lo suyo para echarte una mano…con guante blanco. Junto a los bogarts, los calimeros o eternos incomprendidos que, cual pavos reales,  despliegan el dolor de su perenne supuesto fracaso con el simple propósito de tenerte a su servicio con una exclusiva dedicación, que pobre de ti si osas saltarte por un solo segundo. Ellos lloran y tú les haces el trabajo, y además enjugas sus lágrimas y el sudor que tu cansancio provoca en su holgazanería. Vivir para ver, y ver para creer.

Estos personajes que pululan a nuestro alrededor, tienen a veces, como en los cuentos, maravillosas plantas de príncipes o princesas, y no será necesario un beso para transformarles en horribles sapos o ranas. Ellos y ellas solitos se van mutando poquito a poco ante los ojos que saben mirar y ver, más allá de sus hermosuras, la oscuridad que guardan dentro. No suelen ser demasiado inteligentes, por lo que su juego acaba siendo descubierto antes o después. Es sólo cuestión de sentarte a ver cómodamente cómo suben como la espuma para después darse el gran batacazo. No es por  regodearse en el mal ajeno, sino por asistir a la metamorfosis de gente mala que cuanto más lejos mejor. Y mientras no se les ve el plumero, es difícil conseguir esa deseada distancia. Porque es lo peor que ocurre con esta gentuza: es imposible tratar de desnudarla a los ojos de los demás, que sólo lo creerán cuando ellos mismos lo vean. Siempre demasiado tarde.

Y enredados en el entramado de engaños que tejen estos mentirosos compulsivos, hay otras personalidades dignas de citar por ser bastante  peculiares aunque no enmascaren su proceder. Por ejemplo, los pintureros, que no hay otros como ellos en elegancia y saber estar. Dime de lo que presumes y te diré de lo que careces, pero compasivos te miran desde arriba tratando de que seas consciente de una supuesta inferioridad ante su innata superioridad, insuperable y exquisita. Nadie más educado que ellos, más finos y con más clase. Son esos que no dudan en patearte pero con zapatos de piel de cocodrilo, y que se lavan las manos si han de estrechar las tuyas por un desdichado aquel. Son capaces de despellejarte vivo, aunque eso sí, con un estilo impecable.

O los hechos a sí mismos, que dónde vas tú, por favor, qué les vas a decir a ellos, que lo han logrado todo desde la nada y con su único esfuerzo. No hay nada ni nadie que pueda competir con su existencia y su maravilloso ser. Todos somos despreciables comparados con su heroica conquista de la órbita cenital que su vida ha recorrido hasta llegar a ser dioses. Cómo van a mezclarse con los vulgares seres humanos, faltaría más. O los yo, mí, mío, para los que puedes esfumarte desde ya, y tener muy clarito que nunca te verán, y ante sus miradas serás fantasma o invisible. Sólo existen ellos y todo es para ellos, mientras dure, y si sobrara algo por casualidad, también para ellos será. Ni les hables, no te escuchan. ¡Qué digo que no te escuchan, ni te oyen siquiera! Desde luego, los yo, mí, mío no creen en la vida extraterrestre, lo cual no tiene nada de extraño si tenemos en cuenta que se piensan y sienten únicos en el planeta Tierra.

También tenemos a los repartidores, que ya se sabe que quien reparte se lleva la mejor parte. Sentados en su trono de ecuanimidad, mueven su varita mágica de aquí para allá, como perdonavidas, y sientan cátedra en aquello de convertir la usura en la más desprendida generosidad. Uno para  uno y tres para mí, se dicen; y al acabar la distribución el resultado es poco para los demás, perfectamente repartido, eso sí, y mucho para ellos, sin posibilidad de nuevo intercambio. Menudos son, pero tienen una cara tan dura que lo hacen hasta con gracia. Aunque maldita la gracia que tienen.

Y por seguir, podría, claro que sí, pero prefiero dejar que sean ustedes mismos los que creen su propia y personal tipología. Estoy segura de que conocen a personas con nombre y apellidos que responden a las categorías que con algo de humor y mucha ironía he ido esbozando. Aunque las llamen de otra manera y empleen su particular terminología. E incluso podrán añadir otras que aún no he tenido la desgracia de conocer o la dicha de desenmascarar. Que a todos nos evite el destino cruzarnos con frecuencia con personas tan falsas y patéticas. Nos ahorrará muchos disgustos. Ah, y que conste que hay más, pero que muchísimas más, personas sinceras y de buen fondo, verdaderas en su conducta y realmente auténticas, que todo el conjunto descrito de somormujos y demás anfibios, adláteres incluidos.