POR LA ALAMEDA

Una sección de Lola Fernández Burgos
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DOMADORES DE MIEDOS

Los sentimientos no entienden de estaciones ni de razonamientos lógicos ni de más o menos o demás conceptos cuantificables. Los sentimientos se expresan a su aire, y al hacerlo nos llevan detrás de ellos, como estelas invisibles e insignificantes. No somos dueños de los sentimientos, por mucho que los llamemos nuestros. Los valores se vuelven de mantequilla cuando los corazones sienten. No caben éticas ni moralidades para el sentir, ni bonitas palabritas, ni el insulto más soez. De nada sirven consejos, o medidas cautelares de prudencia. Cuando el corazón late a su ritmo propio, el más grave tsunami es una ligera brisa a su lado. Nada es comparable a un sentimiento cuando dice de hablar y no escuchar. Se ríe de etiquetas, de sermones, de diques de contención, de miedos o recelos, de prejuicios o conceptos previos.

Racional o sentimental. Cerebral o apasionado. Todos estos términos son nada para los sentimientos. Me pregunto de qué le sirvió al ser humano millones de años de evolución, ¿para saltar más allá de los instintos y aterrizar en el mundo de los sentimientos? Al menos los instintos responden a necesidades básicas y buscan su satisfacción, pero los sentimientos igual que nos llevan al paraíso, nos hunden en el infierno sin remedio. ¿El tormento no es acaso un invento humano? Aun así, hay que ser valientes y aceptar los propios sentimientos. La vida es un reto, no una balsa de agua mansa en la que estar vivo pero como muerto.

Hay personas que viven en mundos cuadriculados y su vocación es la de domar los miedos. Como si lo que está más allá del puro instinto, fuera desechable. Son así de contradictorias: buscando la quietud en sus vidas, se asemejan tanto a los animales… Son ese tipo de gente que nunca dará la mano a alguien que se está ahogando, por temor a mojarse. O que no dudará en empujar al que se debate entre la vida o la muerte asomado a un abismo: mejor darle el empujoncito y seguir andando tranquilamente, que tener que tratar de convencer al posible suicida de que la vida merece ser vivida.

Domadores de miedos. Censores de sentimientos. Gente guapa, aunque tan fea por dentro que asusta. Pero los sentimientos son gigantes y para ellos se convierte en beleño, que trastorna sus sentidos y les provoca un letal efecto, pues al no saber si están ante un instinto o un sentimiento, ya no saben cómo actuar. Gente cobarde que ni vive ni deja vivir, que convierte su existencia en un premio o un castigo, sin dar cabida a las relaciones y a sus sustentos sentimentales. Todo lo que pueda alterar su ficticio y hueco equilibrio emocional, está condenado a su rechazo.

Palabras, palabras, pero las palabras no sirven para nada. Cuando las personas se entienden, no es necesario hablar. Y cuando no se entienden, por más que hablen jamás hallarán en el lenguaje algo que mitigue su desencuentro. No sirve de nada decirle a alguien cómo quieres que te trate, cómo quieres que te quiera, cómo quieres que sea tu amigo, o tu vecino, o tu primo, o tu enemigo. Cada quien te trataré como guste, te guste o te disguste. Pero al menos habría que decirle al cobarde que no condene al valiente, por el simple hecho de que evidencia su cobardía. Decirle a los muertos vivientes, que dejen en paz a los vivos. Tal vez los vivos que viven la vida nunca alcancen la quietud en la tierra, pero seguramente conocerán los goces del cielo o los terrores del infierno. Y eso les hará sentirse aún más vivos y con más ganas de zambullirse de cabeza en los sentimientos, que es mucho más humano que el simple satisfacer instintos animales.