POR LA ALAMEDA

Una sección de Lola Fernández Burgos
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QUE LLUEVA, QUE LLUEVA

Todos habremos cantado alguna vez eso de “Que llueva, que llueva, la virgen de la Cueva, los pajaritos cantan, las nubes se levantan…” mientras en la escuela veíamos la lluvia caer, con la preocupación de quedarnos sin recreo. Seguramente junto a esa canción infantil nos lleguen recuerdos y sensaciones asociadas a ellos, más o menos agradables con independencia de haber tenido o no una infancia feliz.

La lluvia siempre tiene un matiz de melancolía, pero en tiempos de sequía es tan necesaria que aunque suela traer inconvenientes a la vida cotidiana, es todo un placer recibirla. Sobretodo si estás cómodamente a salvo de charcos que salpican, paraguas que se cruzan, goteras que te mojan, parabrisas empañados, y todas esas pequeñas cosas que hacen molesto un día de lluvia.

La lluvia, aparte de romántica y poética, se puede asociar a la renovación, a un llevarse lo que no queremos y dejar el ambiente limpio y preparado para lo nuevo. Sin convertirse en aguacero, el agua de lluvia se traduce en calles limpias, jardines frescos, el aire oliendo a ozono y sin polvo. Y si llueve bien, como solemos decir, sin provocar trombas de agua, sin causar estragos ni en el campo ni en la ciudad, la lluvia es vida.

La vida es lo contrario a la muerte, y si ésta sólo tiene un ayer, aquélla construye futuro desde el presente. Ante la muerte sólo cabe recordar. Gracias a la vida tenemos por delante la ocasión de imaginar y de crear. Así, si la lluvia se lleva lo feo, nos dejará el camino mejor preparado para lo bello. Por eso, aunque ya no estemos en el colegio, ni la maestra o el maestro traten de aliviar nuestro nerviosismo ante un chaparrón haciéndonos entonar una canción infantil, tal vez sea el momento de volver a repetir lo de “que llueva, que llueva…”.

Que llueva, que el agua arrastre los tiempos difíciles para los bolsillos, y los políticos se pongan de acuerdo por una vez para encarar mejor las dificultades y dejar de hacer partidismo para hacer país. Que una riada incontestable se lleve para siempre la violencia machista que un día sí y el otro también asesina a mujeres indefensas, en una imparable estadística que puede llegar a dejarnos indiferentes ante una horrible realidad que no ha de desdibujarse tras unas cifras y una información repetida a diario en los noticiarios.

Que llueva, que se ahoguen en los charcos los fundamentalismos y los fanatismos, se llamen como se llamen; que el agua se lleve hasta el mar las ideologías cuadriculadas y cerradas que se oponen a los avances científicos en pleno siglo XXI; que las creencias no se vean anegadas por el radicalismo más ciego, y la humanidad pueda avanzar unida en su objetivo común de supervivencia, muy por encima de  autos de fe y de credos.

Que llueva, que llueva, que a río revuelto la ganancia no sea para unos pocos en detrimento de unos muchos. Que el primer mundo no lo sea a costa de mantener las diferencias abismales con el mundo subdesarrollado y pobre. Cada año aumentan por millones las personas hambrientas y por muy rico que se sea, no se puede comer sin parar a no ser a costa de reventar, por lo que es mucho mejor compartir con quien cada día se muere de hambre. Que el agua despoje de egoísmo y avaricia a quien tanto tiene que ni sabe cuánto, y sea capaz de comprender que lo importante no es tener, sino ser.

Que llueva sin destrozos, que los ríos no se desborden, que las cosechas no se pierdan, que después salga el sol para calentar la tierra y para salir a pasear por las calles de la ciudad, brillantes y limpias. Seguro que merece la pena, aunque en el colegio los niños se queden sin recreo mientras cantan impacientes lo de “…que sí, que no, que caiga un chaparrón, que rompa los cristales de la estación”.