POR LA ALAMEDA

Una sección de Lola Fernández Burgos
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DESENCUENTROS Y ORFANDADES

Me ha tocado vivir las muertes de dos reyes, el del rock´n´roll y el del pop, que la verdad es que me han dejado absolutamente indiferente. Ni Elvis Presley ni Michael Jackson me han aportado mucho musicalmente, y como personas, que me importa más que como artistas, tampoco me han agradado demasiado que digamos. Puesta a recordar, así por encima y sin hacer alardes de memoria histórica, he vivido también la desaparición de Pablo Picasso, o de Pablo Neruda, o de Rafael Alberti, o de Teresa de Calcuta o de Vicente Ferrer, y esos sí que me han hecho sentir una inmensa orfandad, una sensación de vacío que nada ni nadie podrá lograr que desaparezca. Y su huella es real. Su estela, verdadera. Su rastro, auténtico.

Sin embargo, una se siente a veces huérfana de cosas y de personas, y si lo piensa detenidamente está echando de menos proyecciones y deseos más que realidades. Tal vez se añora lo que una quisiera que existiera, pero lo echa en falta no porque lo haya perdido, sino porque sencillamente jamás lo ha encontrado. Y no lo ha hallado, porque nunca ha existido. Es muy difícil superar la pérdida de aquello que nunca se tuvo, especialmente porque se ha acabado lo que jamás existió.

Desencuentros y orfandades de un mundo ideal, que seguramente pertenecen a la dimensión de las posibilidades, más que a la de la actualización que las convierte en realidades. No es ya el quiero y no puedo de alguien, digna aspiración que le lleva al perfeccionamiento, más allá de las frustraciones. Es el veo lo que no hay, como si de una alucinación se tratara. Pero con la diferencia de que no estamos en una travesía a través del desierto, con esa aparición esporádica de visiones de oasis en medio de la casi absoluta negación de la vida en condiciones de disfrutarla.

Un desencuentro es un no encuentro. Una orfandad es un desvalimiento. Hay veces, por ejemplo, en que una quisiera que un amigo la tratara de una forma concreta. Pero si no lo hace, es evidente que de poco o de nada valdrá que se lo diga, pues en caso de hacer lo que le dices, cómo sentir que es un acto de amistad. Seguramente será una imposición ajena. Y quien habla del amigo, puede asimismo hacerlo de los padres, o de los hermanos, o de los enamorados. Tú no debieras nunca explicar cómo deseas que sean contigo esos padres, esos hermanos, esos amigos, esos enamorados. Porque una vez hecha tal explicación, tal vez te encontraras con los ideales que tú imaginaste, pero no con la realidad que te circunda.

Hay que desnudarse interiormente y recibir sin interferencias. Uno tendrá lo que encuentre. Pero si no esperaba, no se sentirá defraudado; incluso puede uno verse gratamente sorprendido. Cuando se anhela a priori, es muy fácil hallar la decepción. No hay que pedir. Contentémonos con dar. Seguramente será mucho más placentero. Tal vez todas estas abstracciones formen parte de alguna filosofía de vida con nombre propio. Parece que no, pero vivir y reflexionar sobre lo vivido te aporta premisas de gran utilidad, siquiera emocional.

Al fin y al cabo se trata de no confundir la dimensión de lo real con la de lo deseable. De no estar a la espera de nada, sino simplemente receptivos a todo. Y especialmente de ser mucho más generosos y muchísimo menos pedigüeños. Como alguien me enseñó desde pequeña, ofrece todo lo positivo que tengas y compártelo; ten la disposición de hacer un favor si está en tu mano y alguien te lo solicita, pero nunca pidas favores. Y mucho menos los exijas. Parece sencillo, pero se tarda años en comprender el significado de tales palabras. Seguramente son la llave y la clave para no perderse entre desencuentros y orfandades.