POR LA ALAMEDA

Una sección de Lola Fernández Burgos
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CUANDO EL CIELO NOS ABRAZA

Este sábado se cambiaba la hora para adentrarnos, con los relojes biológicos más o menos acompasados, en el duro y áspero camino al invierno. El tiempo ha tenido a bien regalarnos un fin de semana maravilloso, de esos en los que es un pecado mortal quedarse encerrado en casa, que ya llegarán días fríos y desapacibles para obligarnos a refugiarnos entre cuatro paredes.

El sol es un regalo divino y a su calor se arremolina la vida, desplegada en múltiples manifestaciones. Cuando la temperatura acompaña y el viento, poderoso y fiero elemento, duerme, es como si el día abriera ante nuestros ojos puertas que esperaran, con un halo seductor, que las traspasemos y veamos qué se esconde tras ellas. Ni qué decir tiene que ante la tentación lo mejor es zambullirse en ella de cabeza, por lo que puerta que hallo abierta, puerta a la que me encamino sin dudarlo un segundo.

Así, de repente me encontré ascendiendo a las alturas de la Sierra de Baza, con el sol jugando a esconderse entre las ramas de los árboles antes de salpicar mi pelo y acariciar mi cara con su brillo dorado. El silencio era el fondo sonoro para los más bellos cantos de revoltosos pájaros, alegres de perder de vista la lluvia y el frío de días anteriores. Ardillas traviesas se deslizaban por la verde hierba antes de subir brincando para esconderse tras las hojas, y un aparatoso conejo me hacía recordar la historia de Alicia en el País de las Maravillas. Su prisa me hizo saborear mucho mejor la tranquilidad de mi marcha a la parte más alta del camino.

He de confesar que al llegar arriba la emoción ante las vistas era casi comparable a tanta belleza. Ver ese paisaje color tierra, con los badlans como rizos que adornan la cuenca rellena de agua color turquesa. Rodeada la hoya por montañas en las que destacan las cimas más altas, como La Sagra, mi predilecta, por su mágica forma que sobresale en el horizonte de tan variados caminos. Y el otoño vistiendo con sus preciosos colores la arboleda. Nada es comparable a fundirse con la naturaleza. Ante su poderío y riqueza se esfuman los problemas, las preocupaciones, los dolores y penas. Porque entre tanta grandeza es cuando se descubre en su justa medida la verdadera  dimensión del ser humano.

Además, cuando estás allí, insignificante pero casi tocando el cielo, es cuando más intensamente sientes su consuelo. Cuando el cielo nos abraza es cuando llegas a descubrir el verdadero significado que posee la vida. El tiempo nos va conduciendo hacia adelante, sin darnos apenas el sosiego necesario para mirar lo andado e irnos reubicando paso a paso. Es como si tuviera prisa por llevarnos no se sabe dónde. E indefensos ante su poder nos dejamos dirigir, sin protestar, pues a estas alturas ya sabemos que no sirve de nada. Pero cuando, agotados, creemos desfallecer y ser incapaces de proseguir, es cuando el cielo nos abraza y nos hace comprender que no estamos solos, que es en ese abrazo en el que podemos apoyarnos para respirar cuando el aire nos falta, para llorar cuando la tristeza nos desborda, para seguir viviendo cuando sentimos añoranza de la muerte.

Cuando el cielo nos abraza y nos susurra al oído que sólo en nosotros están las respuestas que en vano buscamos fuera…