POR LA ALAMEDA

Una sección de Lola Fernández Burgos
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TRÁNSITO (2)

Siempre que se habla de algo que finaliza lo que sea, imaginémoslo al gusto del personal, hay que empezar a idear otro algo que inicie cualquier nuevo criterio, tenga éste la esencia que tenga, temporal o intemporal. Pero, ay, la vida es compleja, porque cómo hablar de intemporalidades si estamos constreñidos por el tiempo, que nos domina por mucho que tratemos de ignorarle.

El caso es que mejor ir cerrando tras de sí las puertas que haya abiertas, para poder abrir nuevas posibilidades, perspectivas, visiones. Cuando en el horizonte se apaga la luz, o simplemente el paisaje se viste de monotonía que nada nuevo aporta a nuestras pupilas, seguramente es el momento de buscar el punto por el que saldrá el sol, nunca el mismo; o diferentes enfoques para las distancias (las que empezaremos a mimar tratando de aminorarlas y hacerlas nuestras hasta sentirlas cercanas, casi íntimas). Y después, vuelta a empezar.

Si uno se aburre será porque quiere, pues la existencia nos aporta suficientes elementos para no hacerlo, ya sea en soledad o en compañía. A solas se viven experiencias que nunca se podrán compartir, tal vez por esa característica de unicidad y común unión (comunión) con nosotros mismos. Y con los otros hay tantísimas posibilidades que ni siquiera voy a detenerme en algunas de ellas. Que cada quien invente la maravillosa realidad de las relaciones interpersonales, más allá de la conjunción intrapersonal. Pero tengo muy claro que si no nos queremos, a nadie querremos. Ni nadie podrá querernos si limita o enturbia la conexión con nuestro propio yo.

Otro diciembre, otro año se va para siempre, como agua de ese río siempre mutable, nunca igual al que vemos en cualquier momento. Se va para perderse en el nunca más, porque jamás recuperaremos nada que le pertenezca, aunque esa pertenencia sea tan nuestra como suya. Lo dice la canción con sabias palabras: “pasa la vida, igual que pasa la corriente cuando el río busca el mar…”. Como lo cantó Manrique cuando lloraba la muerte de su padre: “nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar…”. Y me pregunto qué es la mar, si la eternidad o simplemente la muerte.

Cuando la corriente se pierde en las profundidades marinas buscando océanos desconocidos e insondables dada su profundidad, ¿deja de ser corriente para fundirse con el vaivén de las olas, o es un río interior que late a su propio ritmo dentro de las mareas? Nuestra vida cuando acaba ¿será energía que se transforma y sigue marcando su propia especificidad, o se abrazará sin más a la esencia vital para ser un simple granito en la inmensidad de la arena?

Preguntas que no buscan respuesta, porque en su capacidad de ser enigmas sin claves reside su misterio y el encanto de todo concepto sin descifrar. Hay que saborear la oscuridad para estar preparados cuando llegue la luz. Pero la oscuridad real, no esa penumbra a la que se acostumbran nuestros ojos cuando actúan los receptores de lo oscuro. Si nuestra física y nuestra química están programadas para vivir y para morir, aquello que nos hace únicos y diferentes, entre nosotros los humanos y con respecto al resto del mundo animal, es lo que ha de marcar la pauta para ser capaces de percibir lo que está más allá de nuestros sentidos, de nuestras intuiciones incluso.

En tránsito, pero vivos. Absolutamente vivos. Siendo tan conscientes de la fugacidad de la vida que no podremos nunca olvidarnos de ella, ni aun en nuestros más bellos sueños. Todo lo que existe tienen un principio y un final, excepto, tal vez, el mismo tiempo, que por paradójico y complicado que nos parezca puede que sea lo menos temporal que lleguemos a imaginar. Pero la temporalidad tiene el encanto de ser el caldo de cultivo idóneo para la mudanza. Seamos como el río, nunca permanentes, siempre mudables, mutantes, dueños ilimitados de nuestra renovación interior.