POR LA ALAMEDA

Una sección de Lola Fernández Burgos
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 COMO PERROS CALLEJEROS

Hay realidades que duelen, aunque no las vivamos en primera persona. Al menos a quienes se nos supone un mínimo de sensibilidad, porque ciertamente hay gente que parece no tener sangre en las venas, o haber dejado tanto bueno en el camino que ya apenas nada positivo le queda. Mas incluso para los más insensibles, saber que hay en nuestro país treinta mil personas sin hogar seguramente será un dato que si no les duele, al menos les chirriará.

 

De esos miles sin techo, la mitad son españoles, no se vaya a creer nadie que cuando la calle es el domicilio es que estamos hablando de inmigrantes. Mitad y mitad, todos sin una casa en la que cobijarse, y muchos de ambos grupos sin papeles, lo que invariablemente les condena a no tener derechos de ningún tipo. Es terrible que en este mundo convivan aspectos tan contradictorios. La inmensidad de la riqueza en una minoría exagerada, como desmedida es la pobreza repartida en una inmensa mayoría. Vamos, que unos poquísimos lo poseen casi todo, y las migajas que quedan hay que repartirlas entre muchísimos. Injusto.

 

Callejeros a la fuerza, como perros que deambulan perdidos y desorientados hasta que la muerte se los lleva cuando tienen esa suerte. Que seguramente ni esa oportunidad de morir cuanto antes mejor les dará la vida. Aunque estas personas son como fantasmas, pues muy pocos los ven, no es difícil hallar sus pertenencias desperdigadas por las grandes ciudades: unos cartones por los rellanos de algún portal, un colchón mugriento y viejo en la glorieta de un parque cualquiera, un carro lleno de desechos en los que se les va la vida si se les pierde…, incluso a veces nos los encontramos a ellos, parias en esta sociedad que se llama moderna y civilizada. Y damos un rodeo, porque huelen mal y porque nos asustan. Nos da miedo encontrar de frente el resultado de una sociedad que se llama de progreso y que no hace nada para evitar estas cosas que no pasan en las películas, que ocurren en las calles de nuestras ciudades.

 

Viven en la calle y no porque sean amantes del callejeo, y aunque temamos toparnos con ellos, son ellos los únicos que debieran tenernos miedo, porque se les pega, se les insulta, se les echa a patadas de los rincones en que descansan sus huesos, incluso se les quema vivos, para divertimento de otros enfermos que sí que debieran asustarnos de verdad, porque esos sí que dan pavor. Como aterra que haya quien se niega a que estas personas vivan más amablemente, con una sanidad que no se reduzca a las urgencias, con unos albergues en los que no salten las alarmas cuando no están de paso y pretenden quedarse con mayor permanencia, con un trabajo que les aporte la dignidad perdida cualquiera sabe en qué putrefacta esquina. 

 

Aunque sé que muchos de ellos extraviaron su cordura en los duros recodos de la vida, me pregunto qué pensarán cuando se acurruquen bajo los cartones que les protegen del rigor del frío nocturno, en qué soñaran cuando aún estén despiertos, cuál será su último pensamiento antes de quedarse dormidos, si aún les quedarán lágrimas que llorar o quejas que expresar. Y francamente, no tengo ni la menor idea, aunque tal vez suspiren por un techo, por un hogar, por unos papeles que les devuelvan derechos e identidad. Para no seguir malviviendo como perros callejeros.