POR LA ALAMEDA

Una sección de Lola Fernández Burgos
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UN NUEVO DÍA

Puede que en la ciudad se esté bien, con las procesiones propias de la Semana Santa y el alegre bullicio de las vacaciones para quien tenga la suerte de disfrutar de ellas. Y ciertamente ha hecho un tiempo que ha acompañado, pero al salir fuera el campo está maravilloso. La naturaleza es de una belleza que desborda los sentidos y por doquier se siente la vida en todo su esplendor.

 

La sierra está que da gusto verla, olerla, sentirla. Los insectos revolotean libando el néctar de flor en flor, cuyos pétalos salpican el verde manto de la tierra con sus matices multicolores. Amarillo, malva, rojo, violeta, rosa, celeste, verde, naranja, blanco, azul. Todo acompañado por el murmullo del agua cantarina, que corre, salta, desciende impetuosa, asciende en vapor que el sol calienta. El viento o la simple brisa soplan enredados en las ramas y su música se une a la de los pájaros, que no dejan de hacer sonar sus cantos, felices entre tanta armonía natural.

 

Las montañas se asoman a las abundantes aguas que despliegan sus cursos nuevos junto a los de siempre. La piedra está limpia. La hierba está fresca. La tierra está húmeda y huele a eternidad. El cielo está callado, casi sin nubes, para no distraer en modo alguno la contemplación de la primavera. Los pinos, los chopos, los cipreses, los cerezos, los fresnos, los ciruelos, los sauces llorones, los olivos, las alamedas recién vestidas con sus crestas danzarinas. Los árboles se sienten renovados y compiten en un fragor de verdes de todas las tonalidades. Los almendros han dejado ya casi todos de estar en flor, pero los que aún lo están llenan de blanco el paisaje, con una lluvia floral sembrando las lomas bajo el vaivén del aire.

 

Abril se empeña en dejar de ser el mes más cruel, como escribiera el poeta, y luce orgulloso su inmensa riqueza ajena a la codicia o a la envidia. Nadie le podrá arrebatar su magia de días de luces alargadas y noches de estrellas gigantes. Sus amaneceres tiñen de cálido color el despertar del día. Y la noche se apodera silenciosa, sin avisar, de los corazones desprevenidos.

 

Así que aunque se esté bien recorriendo las calles de la ciudad, llenas de gente de fuera que por unos días se hacen habituales por las aceras y los parques, no es ningún desprecio dejar atrás Baza y salir por los alrededores. Sin prisas, sin pausa, sin mirar como no sea el precioso paisaje que circunda el paseo. Ir a pasar fuera el día y no regresar hasta la noche, cuando las luces ya están encendidas y las gentes se reúnen en los bares a pasar las últimas horas antes de volver a casa y disponerse a descansar de la vida nuestra de cada día.

 

Las horas de holganza se van, con la paradoja de acabar mucho más cansados  y trasnochados que antes de tenerlas. Pero si hemos sabido disfrutar de todo lo que está a nuestro alcance casi sin apenas movernos, sólo siendo capaces de ser receptivos y atrapar la belleza y la inmensidad vital que nos rodea, seguro que nos sentiremos preparados para despertar con la ilusión de un nuevo día.