POR LA ALAMEDA

Una sección de Lola Fernández Burgos
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LA VOZ Y SU ECO

Pedro Salinas tomó de una égloga de Garcilaso el título de una de sus obras, “La voz a ti debida”, que me viene a la cabeza a la hora de ponerme a reflexionar sobre la voz del que escribe y la que llega finalmente al lector. No sé muy bien si el escritor piensa en alguien cuando está trabajando o si sus palabras van o no dirigidas para alguna persona en concreto. Con más frecuencia el otro estará en el origen de su voz, más que en el destino de la misma. Puede ser que haya quien te dé el motivo de algún escrito, pero al materializarse éste muy pocas veces piensas que le vaya a llegar el resultado. Seguramente a veces te gustaría, aunque como casi nunca tendrás la certeza de que eso llegue a ocurrir, es algo que ni consideras.

 

En mi caso, escribo principalmente para mí misma. Atiendo al estímulo inspirador y empiezo a trabajar una vez que sé lo que quiero decir, porque si no se quiere decir algo no tiene mucho sentido empezar siquiera. Como nunca se sabe si alguien te leerá, y, de hacerlo, cualquiera adivina quién será, es raro pensar en eso. Bastante tienes con que el texto que vas creando termine por reflejar los pensamientos que deseas transmitir y compartir.

 

Es verdad, escribes para compartir, pero no sabes bien con quién. Sólo conoces el qué. Dejas que tu voz se oiga; sin embargo, desde el mismo momento en que alguien la escucha, ya no te pertenece. No podrás evitar que te malinterpreten, que crean que te refieres a alguien en particular, o que el tú específico que tú desearías que se diera por aludido no lo llegue siquiera a intuir, si es que el azar le hiciera posar sus ojos sobre lo que escribiste.

 

Una vez que has dicho lo que querías, te sueles olvidar, pues dicho queda y lo que te motiva a sentarte y darle forma se calla y deja de bullirte en la cabecita. Realizada su tarea de incordiarte hasta que te sientes y crees lo que te ronda en mente, enmudece. Lo curioso es que a veces tu voz tiene eco, y éste no deja nunca de sorprenderte.

 

Hay ocasiones en que una o varias personas te llegan pidiendo explicaciones sobre por qué escribiste tal o cual cosa, y que a qué te referías al expresar una u otra idea. Y tú te quedas a cuadros, porque ni pensabas en ellas ni trataste de decir nada de lo que han entendido. Pero lo que leyeron es el eco de tu voz, y entonces te preguntas cómo habrán llegado tantas y tantas otras cosas escritas a tanta otra gente, que nunca te comentó nada pero que te leyó a su manera.

 

No puedes estar pensando en eso. Tu voz es tuya en tanto no se escucha. Después, con independencia de a qué o a quién sea debida, ya te es ajena. Puede llegarte, o no, su eco, más o menos parecido al sonido que refleja. De hacerlo, tendrás, si lo deseas, la oportunidad de comparar la mayor o menor similitud entre ambos, voz y eco. Pero si éste no te llega, ni eso.

 

Aunque da igual, porque el escritor sólo es dueño de su mundo, el mismo que le permite crear. Mas la recreación, el disfrute o disgusto que lo que ha creado pueda causar en los demás, escapa ya de sus dominios y tampoco es algo que le haya de quitar el sueño. Bastante tiene ya con saber expresar lo que desea, como para, además, estar pendiente del eco de su voz.