POR LA ALAMEDA

Una sección de Lola Fernández Burgos
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CAMALEÓNICOS

Desde el momento en que no somos una bonita gema o un árbol bajo el que cobijarnos del sol, pertenecemos al reino animal, sin que decirlo sea un insulto porque hemos de convenir a estas alturas que la ciencia no blasfema. Dentro del reino animal, pertenecemos al orden homínido, género homo y especie sapiens. De manera que cuando visitamos un zoológico, somos un animal más, sólo que gracias a nuestra evolución hemos adquirido la suficiente inteligencia como para ser visitantes y no inquilinos de tal recinto.

 

A la hora de hablar de la inteligencia, hace ya mucho tiempo que los psicólogos y demás estudiosos de la materia van más allá de los factores cognitivos y atienden a los sentimientos y las emociones. Darwin ya hablaba de la expresión emocional y de su influencia decisiva en la supervivencia y la adaptación. Mucho después se acuñaría la expresión de inteligencia emocional para señalar la importancia de los sentimientos y las emociones y cómo las capacidades relativas a ambos nos conducen a mantener relaciones sociales con todas las garantías de éxito.

 

Así que una persona puede tener un cociente intelectual que le convierta en un genio, pero si no sabe reconocer y manejar sus sentimientos, si no tiene  lo que se conoce por control emocional, le será muy difícil relacionarse adecuadamente. Siempre se ha diferenciado entre inteligente y listo, y es algo que podría acercarse a lo que trato de explicar. Para aprender a relacionarnos socialmente existe algo poderosísimo que es a lo que se conoce por educación.

 

Evidentemente no hablo de la educación en las aulas, ni siquiera de las “buenas formas”, sino del proceso de socialización y el de la transmisión intergeneracional de lo que denominamos cultura: los conocimientos, valores, costumbres y formas de actuar que pasan de unos a otros a través de las palabras y de las conductas. Sin la educación fracasaríamos como seres sociales. Por algo muy simple: nos comportaríamos como animales entre nosotros. De manera que la educación al final podría resumirse en la adquisición del control emocional y de los sentimientos. Por no entrar en el mundo de los instintos, que ese es otro factor importantísimo a la hora de sentirnos bien con nosotros mismos y con los demás.

 

A estas alturas ya podemos vislumbrar que todo se asemeja a convertirnos en seres camaleónicos. Si la inteligencia es capacidad de adaptación, que lo es, cuanto más nos asemejemos al medio que nos circunda, mejor que mejor, porque más oportunidades de pasar desapercibidos tendremos. Entonces, siguiendo el hilo ordenado de todo lo escrito hasta aquí, hay dos conceptos que por sí mismos se convierten en imprescindibles para alguien que pretenda pasar por esta vida sin demasiadas complicaciones: la frialdad y dejar de ser uno mismo para ser quien los demás deseen en cada momento.

 

Dicho así pudiera parecer una exageración, pero si se piensa un poco sobre ello, no  lo es. ¿Qué mayor control emocional y sentimental que ser una persona fría? Si ni sientes ni padeces, qué pocos problemas te va a dar el corazón. Te guías por el cerebro y tu actuar será lógico y racional. Fuera sufrimientos. Si además de ello, y por si fuera poco, nunca ofreces resistencia a los demás; si eres divertido cuando se precisa; si estás ahí cuando te necesitan; si te mantienes alerta a los deseos ajenos; si eres en todo momento como esperan que seas, verás que bien te va en la vida.

 

Claro que existe el concepto de reciprocidad y desde él se puede exigir que eso lo hagan todos además de tú, con lo cual no es tan sencillo, porque resulta que entonces a los términos de inteligente y listo hay que añadir el de listillo, y como decía aquél “para chulo, mi pirulo”. Inteligencia emocional, sí, pero hasta cierto punto. Me niego a anular mis sentimientos y mis emociones, porque se trata de seguir perteneciendo al reino animal, no al mineral ni al vegetal. Camaleónicos si hace falta, pero como una capa de quita y pon, jamás a flor de piel.