POR LA ALAMEDA

Una sección de Lola Fernández Burgos
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PÉRDIDAS


Toda pérdida implica una privación de algo que existía, una ausencia de algo que se tenía. Cuanto mayor el grado de cercanía y de unión a lo que era y ya no es, mayores las consecuencias negativas ante la nueva realidad. No es lo mismo perder los dientes de leche que la pérdida de la inocencia. Lo primero es mucho más concreto y prosaico, amén de que lleva emparejada, a modo de paliativo, la leyenda del ratoncito Pérez, que ya se sabe que en la infancia a las mentiras se las llama cuentos. Mientras que perder la inocencia hay quienes ni siquiera saben lo que es eso, aunque a otros les va en ello media vida emocional. Cuestión de raseros y de distintas maneras de encarar la vida.

Se pierde la seguridad de la infancia como la ciega confianza en la protección omnipotente de los padres, tan pronto como te sientes obligado a ser mayor en un mundo de lobos mientras descubres que las debilidades humanas y los defectos también se dan en los progenitores. Cuando un niño ve llorar a sus padres, comprende que el paraíso no existe. Como se caen las hojas en el otoño, así van cayendo una a una las capas con las que te protegen en la infancia. Y aunque no haya un ritual de caza para señalar la línea divisoria, llega un día en que jugar ya no resulta lo más apropiado.

Se pierden oportunidades y ocasiones como el que pierde un tren, a veces no porque no llegaste, sino porque no te dejaron cogerlo. En otras ocasiones en ese tren no se va una opción, sino la razón de toda tu vida. Entonces, nada tiene de extraño que finalmente puedas llegar a perder la razón. Y es que la de la razón es una pérdida con múltiples significados: cuando no estás en posesión de la verdad y te dicen que no tienes razón, cuando se te va la cordura ante algo suficientemente importante para ti como para trastornarte y hacerte perder la razón, cuando algo ya no te importa y pierde la razón de ser, etc.

De pérdidas hablamos cuando la autoestima cae por los suelos y no hay manera de convencer a quien le ocurre de que si no se quiere él, nadie va a quererle. Si te sientes perdido y solo, siempre habrá quien te diga que has perdido el Norte, cuando tú pasas totalmente de todos los puntos cardinales y ni la estrella de los vientos podría orientar tus pasos. Se pierden los juicios, especialmente cuando no puedes pagarte una buena defensa; los puestos, cuando hay demasiados pretendientes para una escasa oferta; la iniciativa, cuando no te motiva la recompensa; el respeto, cuando te defraudan; la ilusión, si te engañan. Se pierde la luz al llegar la noche, como se va la claridad de ideas cuando la confusión te atrapa.

Cada vez que eliges, pierdes las opciones que desechas. Se pierden juegos y partidos, campeonatos y ligas, encuestas y elecciones, batallas y guerras, virginidades y vergüenzas. Se pierde la fe y la alegría, las convicciones y el deseo, la fuerza y la juventud, la memoria. Puede perderse el sentido o alguno de los sentidos, como la vista o el oído; o perderse la noción del tiempo, lo mismo por estar muy bien que por estar fatal. No estaría de más encontrar en algún lugar un almacén de cosas perdidas y poder recobrarlas con tan sólo demostrar que te pertenecían. Pero ¿dónde va lo que se pierde? Si al final hasta se pierde la vida, y hay que preguntarse si en verdad vivirla no es una absoluta y absurda pérdida de tiempo.