POR LA ALAMEDA

Una sección de Lola Fernández Burgos
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MI 23- F


Dentro de unos días vamos a recordar el fallido golpe de Estado en su 30 aniversario y no viene mal echar la vista atrás y rememorar lo ocurrido entonces y desde aquella imborrable fecha. Aunque mejor será empezar por enmarcarla en su contexto, para lo cual es imprescindible hablar del antes. Y lo haré sin evitar el personalismo, porque quiero hablar de mi particular 23- F.

Cuando Franco murió yo tenía 16 años y estudiaba COU en tierras gaditanas, ajena por completo a lo que este señor representaba. Aunque me alegré un montón de la oportunidad de tal evento, pues suspendieron las clases por toda una semana y precisamente cuando tenía exámenes, confieso que incluso lloré siguiendo en la TV todos los actos. No tenía ni puñetera idea de política y simplemente me alegré de que de repente tuviéramos un Rey. Así que empecé mi carrera en la Universidad de Sevilla en plena transición democrática y para cuando se ultimaba la Constitución estaba estudiando ya en la Universidad de Deusto, en una Euskadi que votaría en contra de ella y en la que ETA tenía una fuerza de la que hoy carece. Para mí supuso un auténtico alivio cuando me matriculé en tercero de Psicología en la Universidad de Granada, porque abandonaba una zona hostil y empezaba a vivir la verdadera democracia en mi tierra.

Para entonces, con una mayoría de edad anticipada desde la misma aprobación de la Constitución que garantizaba el Estado de Derecho, ya tenía muy claro de qué iba la política, incluso me apasionaba, como a la inmensa mayoría, desde que había tenido la ocasión de asistir a mi primer mitin, en Triana y con Felipe González y Alfonso Guerra como oradores principales, con la música de Lole y Manuel. ¡¡¡Casi ná!!! El caso es que cuando más contenta estaba con las perspectivas de cambio para una España con un retraso acumulado de 40 años y para una Andalucía secularmente olvidada, llegó Tejero al Congreso con sus gritos, escenificando su personal conversión del ruido de sables en realidad, aprovechando la crisis abierta con la dimisión de Suárez. Aquella tarde me enteré de lo que estaba pasando en la misma facultad, alguien escuchaba la radio y avisó. Asustados nos reunimos un grupo de amigos y amigas en un piso de estudiantes y empezó una larga sucesión de horas en que nadie sabía muy bien lo que iba a ocurrir y en la que los rumores corrían de aquí para allá como un furioso y mareante oleaje que nos tenía absolutamente desconcertados.

Que se han llevado a unos pocos para matarlos (Carrillo y Felipe González entre ellos), que han salido los tanques en Valencia, que va a llegar al hemiciclo alguien muy importante para explicar que se acabó lo que se daba, que si el Rey los apoya, que si para nada…el caso es que hasta que don Juan Carlos I no apareció en TV dirigiéndose a los militares para que desistieran de su empeño y tranquilizando a los españoles, no respiré aliviada y pude echar un sueño al menos por unas horas. Si se me habían escapado unas lagrimas en el funeral televisado del Caudillo, supongo que contagiada del duelo general, la tarde del intento golpista no paré de llorar de miedo. Y no sólo por mí y por la amenazada democracia, sino por mi padre, al que consideraba en peligro presente y futuro por pertenecer a la Guardia Civil y tenerlo a él y a toda la familia lejos en Málaga.

Lo que ocurrió desde la mañana del día posterior y en los siguientes hizo que me sintiera, por primera vez a mis 21 años, orgullosa del pueblo español y de ser parte de él. Fue en aquellos momentos cuando comprendí que el poder está en la ciudadanía y que nadie puede arrebatarnos la libertad propia ni colectiva en nombre de nada ni de nadie. Después vendría el triunfo del socialismo y unos años trepidantes de una alegría y una ilusión desconocidas hasta entonces. Quienes por edad podíamos comparar la sociedad y sus transformaciones permanentes con el marco vital anterior, tuvimos el privilegio que da vivir la historia sintiéndonos los protagonistas principales. Fue una vorágine de cambios permanentes en todos los frentes, sabiendo que la libertad no sólo se conquista día a día, ley a ley, sino que hay que mimarla para conservarla, siendo sus fieles guardianes.

Después llegó poco a poco la normalización democrática y se esfumaron para siempre los miedos a una forzada involución. Hoy, quienes nacieron cuando todo había cambiado no son conscientes de que hubo un tiempo en que nada era igual. Está bien que tengan la tranquilidad que da vivir la democracia conquistada y que no haya lugar en su vida, ni en las nuestras, para temores de ninguna clase. Cuando se rememore el 23- F, tal denominación no les dirá mucho o incluso les parecerá un rollo más, pero bajo ella se encuentra el día en que la democracia pudo haber acabado a manos de una pandilla de falsos salvadores de nuestro país.