POR LA ALAMEDA

Una sección de Lola Fernández Burgos
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MI CORAZÓN, CON JAPÓN


Me van a perdonar si me olvido esta semana de Baza y su Alameda, pero desde el viernes por la tarde vivo sobrecogida por el devastador terremoto de magnitud 9 en la escala Richter que ha asolado la zona noreste de Japón, con el subsiguiente tsunami y sus terribles consecuencias. Si a ello le unimos las réplicas, más de una por hora y algunas intensísimas, los riesgos de más tsunamis por cada una de dichas réplicas, las masivas evacuaciones por miedo a un escape de la central nuclear afectada, las explosiones e incendios, la falta de agua potable, de luz y de víveres en las zonas más afectadas, será fácil imaginar la tristísima y terrible situación que le está tocando vivir al pueblo nipón.

Las imágenes y los vídeos que nos llegan son ciertamente sobrecogedores, aterran incluso a miles de kilómetros de distancia. Ver los enormes barcos varados en un mar de escombros entre coches reventados, trenes arrollados, edificios arrancados de cuajo y los restos de una fulminante ola destructiva de más de diez metros de altura y que se desplazó a más de 800 kilómetros por hora sólo nos hace preguntarnos por la magnitud real de esta catástrofe en términos de víctimas. Miles y miles de muertos que no han podido salir ilesos aun estando en un país súper preparado para los seísmos dada su situación geográfica en pleno Anillo de Fuego del Pacífico, caracterizado por su gran actividad volcánica y una enorme presión sísmica y telúrica. La única certeza es que si esta catástrofe natural ocurre en cualquier otra parte del mundo, sus dimensiones se hubieran multiplicado exponencialmente.

De cualquier modo no es un gran alivio ante los datos: un millón de hogares sin agua, dos millones sin luz, escasez de alimentos frescos, decretada la situación de alerta nuclear ante el peligro de una explosión en la central afectada por el seísmo con la consecuente evacuación de cientos de miles de personas. Son las consecuencias más visibles, pero basta mirar las imágenes para comprender que el daño es mucho más grave y los resultados casi inimaginables. Y sin embargo lo que más me conmueve es ver a los japoneses, mayores, menores, mujeres y hombres, con una entereza admirable. No les veo llorar ni lamentándose. Debe de ser consecuencia de la educación recibida y de estar adiestrados desde la infancia para enfrentarse a un problema como éste dada la alta probabilidad de su ocurrencia. Es evidente que esta actitud ha contribuido a poder rescatar a la inmensa mayoría de los supervivientes en muy pocas horas.

Sin embargo no deja de sorprenderme la entereza del pueblo japonés y si es producto de la cultura asiática y de la educación recibida no albergo la más mínima duda de que sabrá remontar esta desgracia y tardará no demasiados años en recuperarse. Pero para los que no estamos educados a la usanza oriental hay momentos en la vida en que la propia inercia de los sucesos nos obliga a relativizar porque los valores absolutos son excesivos. Tal vez como un mecanismo defensivo se viven las experiencias como a cámara lenta, ralentizadas, para ayudarnos a asimilarlas en su plena dimensión. Así, me llegan los dignos rostros de un grupo de ancianos y ancianas rescatados en balsas militares de salvamento, o la tranquila seriedad del niño que se deja rastrear indicios de contaminación radiactiva sin rechistar, las personas que recorren despacio los lugares en los que antes había vida y hoy sólo cobijan destrucción, la paciente espera de quienes eran izados a los helicópteros y salvados, la ordenada recepción de alimentos entre los damnificados, el silencio entre los que se resguardan en los lugares habituados para albergar a los que se han quedado sin nada. ¡Es impresionante!

Mi corazón está con Japón, un pueblo sensible que ha sabido conjugar a la perfección tradición y modernidad. Un país en el que podemos vivir el futuro sin necesidad del paso del tiempo, y que hoy está atravesando un delicado momento en el que la ayuda del resto del mundo será de agradecer.