POR LA ALAMEDA

Una sección de Lola Fernández Burgos
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DE LA VIDA Y OTROS MENESTERES


¿No les ha pasado a ustedes que a veces no saben realmente si les gusta una historia, de novela o en alguna película, hasta que concluye definitivamente? Digamos que en tanto no pasan la última página o vislumbran la secuencia final, no llegan a descubrir si es de su agrado o no el relato de unas vidas ajenas con las que se establece un juego de identificación o rechazo. Eso mismo pasa con la vida real, que a veces uno ignora si merecen o no la pena determinadas vivencias experimentadas en una etapa concreta de la vida. Y es que con frecuencia va quedando aplazado el juicio final que defina nuestras experiencias, hasta que concluye dicha etapa vital. Sólo entonces estamos capacitados para hacer balance y sentirnos satisfechos o insatisfechos. Aunque incluso cuando el veredicto es negativo, hay suficientes elementos salvables que nos alivian algo la frustración aparejada al sentimiento de fracaso. Porque hay muchas posibilidades conviviendo entre la línea que une éxito y derrota.

Vivir es un maravilloso reto, el de inventarnos y recrear nuestra historia personal en medio de toda una gran estructura que nos acoge y con la que interactuamos a diario. Cada día es una página en blanco, un storyboard por diseñar, y no es una mala imagen nuestros cuerpos desnudos y solos cada mañana a la hora de la ducha. Estamos solos y desprovistos de cualquier calificativo sumado a nuestra personalidad. Después, en la simple elección de la ropa a vestir ya se reflejan en nosotros los diferentes roles a desempeñar. ¿No han tenido nunca la sensación de que somos niños y niñas jugando a ser mayores? ¿Nunca se han sentido protagonistas de una historia que alguien comparte y en la que somos meros personajes? ¿Alguna vez se han imaginado vivir otras vidas, intercambiando por momentos su papel en dicha historia con cualquier otro? Porque a lomos de nuestra personalidad y con nuestro carácter propio y único somos capaces de desplegar una envidiable energía, que encierra en sí misma la posibilidad de transformarse en múltiples apariencias dependiendo de nosotros mismos y de nuestras diversas conductas.

Así, con independencia de las circunstancias, somos los dueños de nuestra existencia y para avanzar no hay nada como llenarla de objetivos, de propósitos. Cuando nos planteamos metas que alcanzar, nos convertimos en jardineros responsables de su subsistencia. En el diálogo entablado con los demás, compañeros en el tiempo, tendemos hilos de conexión, y quienes entran a formar parte de nuestra vida se transforman en compañeros de viaje. Con los muchos millones de personas que han conformado la historia de la especie humana, y los que coexisten con nosotros, qué poca gente es especial a nivel vital, ¿no se han parado nunca a reflexionar sobre ello?

Y en este camino al que llamamos vida, con el que se cruzan otras sendas que nos son ajenas, sólo nos tenemos a nosotros y al presente. El pasado ya se fue, aunque permanece en nuestro interior. Por muchos episodios del ayer que hayamos desechado, éstos forman parte de nuestra identidad actual, tanto como los que añoras repetir en algún momento del futuro, cuando éste deje de ser tal y se convierta en nuevo presente. Porque el ahora nunca es inmutable, es como esa corriente que fluye y jamás es la misma. El mañana es lo que nunca existe, pero nos sirve de liebre para correr tras él. Vivamos siendo conscientes de ello, persiguiendo nuestros sueños -qué otra cosa son las metas anheladas-, pero sin olvidar que nunca hemos de renunciar a la realidad que se da mientras corremos en pos de la que aún no es. Entre tales menesteres vamos escribiendo nuestra historia, y aunque vivir no es sino ir perdiendo poco a poco la vida, hasta que no se acabe ésta no llegaremos a conocer si mereció realmente la pena ser vivida, pero ese es ya otro cantar.