POR LA ALAMEDA

Una sección de Lola Fernández Burgos
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UN VIENTO QUE NOS AGITE

Si bien la naturaleza experimenta un cambio continuo y constante, su metamorfosis otoñal es sencillamente fascinante a los ojos de cualquiera que sepa disfrutar de una belleza tan intensa sin sufrir una sobredosis de placer. Con la simple contemplación de las alamedas que salpican nuestro paisaje podemos conocer el latido de la tierra, a base de colores que el viento esparce y posa sobre ella. Los árboles que pierden sus hojas nunca lloran su desnudez, ni dudan que al final del invierno un nuevo follaje les abrace. Bajo el viento que sacude sus ramas van despojándose de lo que ya no les sirve y encaran sin titubeos ni nostalgia un nuevo ciclo. Cada hoja que se va es para ellos una oportunidad de renovación, nunca una pérdida.

¡Tenemos tanto que aprender los seres humanos de la madre naturaleza! La mera contemplación ya es una oportunidad de conocer y participar de la sabiduría de nuestro planeta, inserto en una inalcanzable e implacable  perfección de galaxias. Somos tan incalculablemente ínfimos sobre la faz de la tierra que, aunque más bien es para llorar, no nos queda otro remedio que reírnos y quitarle importancia a las cosas nuestras de cada día. Si un gran ojo cósmico estuviera observando, por ejemplo, a los habitantes de la isla canaria de El Hierro, sacudida por una crisis sísmica que tiene en alerta a los expertos ante el riesgo de una gran erupción, no dejaría de parecerle cómico, dentro de la tragedia, el trasiego que se traen (ahora me voy, ahora vuelvo; abro el túnel, lo cierro)…No puedo dejar de pensar en Pompeya y Herculano, y en cómo muchos de sus habitantes perdieron la vida sepultados por las cenizas y el barro o asfixiados por los gases del Vesubio, aferrados a sus pertenencias en vez de huir sin dudarlo siquiera cuando los temblores sísmicos avisaban de lo que fatalmente ocurriría.

Da igual que la Historia, muy especialmente si la despojamos de interpretaciones interesadas y sesgadas, nos regale un testimonio de siglos, suficiente seguramente para saber lo que deberíamos hacer ante unos mismos acontecimientos. Somos tan fatuos que ni siquiera así aprendemos. Y eso no tiene remedio. La vida es como un gran libro abierto en el que encontrar las respuestas a todas las preguntas que te hagas. Si eres capaz de atender sus lecciones sabrás poner orden en tu universo particular. Si no, seguirás moviéndote de aquí para allá sin orden ni concierto. Incluso el caos se rige por unas leyes, y desconocerlas es el mejor modo de sentirte perdido. Y mientras el mundo gira, ajeno a todo y a todos, mejor será que llegue un viento que nos agite y desentumezca, que arrastre todos los lastres que acarreamos, empecinados e ignorantes de nuestra propia necedad. Será lo mejor que pueda pasarnos.