POR LA ALAMEDA

Una sección de Lola Fernández Burgos
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EL BAILE DE LAS OLAS


Con el tiempo, y un poco de suerte –que ya se sabe que el azar es generalmente determinante-, podemos llegar a comprender que no siempre quien gana es el triunfador y que el fracaso puede ser la mayor de las victorias. Y convendrán conmigo en que es fascinante que la simple casualidad se transforme en algo superior y más efectivo que todos los planteamientos previos esbozados en un cosmos de orden y reglas lógicas. Si el mundo de los sentimientos es complicado, dadas sus múltiples y diversas expresiones, no digamos el de las sensaciones, traduciendo a corpóreo el intangible lenguaje de los sentidos. Moverse en el universo de las cosas invisibles es adentrarse en el concepto de la relatividad, antagónico al de lo absoluto, que viene a ser como una isla perdida en el vasto océano. Relativizar no es sólo riqueza mental, sino sobre todo y muy especialmente comparar, para lo cual es imprescindible crear relaciones, algo imposible si te quedas en el todo ignorando que no es más que la suma de infinitos elementos. Digamos que puede ser mucho más gratificante atender la multiplicidad compositiva en plena ebullición que el resultado final de su proceso de metamorfosis vital.

Con los años se va aprendiendo a percibir la inmensa pérdida que supone abrazarse a lo definitivo y categórico, en vez de recorrer el camino de las posibilidades, y al andarlo dejar que éste sea un trayecto sin metas, en el que cada paso sea el triunfo de darlo, más allá de hacia dónde nos conduzca y de si conseguiremos finalmente llegar a algún lugar. Respirar el aire de la realidad sensitiva es todo un deleite, el que nos proporciona el festín de los sentidos, y ahí es donde más provecho te proporciona saber relativizar. Nada es lo que parece y, como escribió magistralmente Saint-Exupéry en El Principito, lo esencial es invisible para los ojos. Que es tanto como decir que para que las sensaciones nos impresionen ni siquiera precisamos los órganos de los diferentes sentidos. Porque podemos, en efecto, ver sin los ojos, por quedarnos con la vista ya que estamos con ella. Pero además, un mismo estímulo impresionará de muchas y distintas maneras a quienes los reciban, provocando en ellos percepciones que nadie diría que tienen el mismo origen.

Viendo lo absoluto como un trozo de tierra anclado en la inmensidad de las aguas, lo relativo podría compararse al oleaje mismo. Y ante ello no tengo dudas: me quedo con el baile de las olas antes que con la soledad de una isla, aunque la marea finalmente no me lleve a playa alguna y me mantenga para siempre sobre la superficie del mar. Seguramente gracias a ello, aun sin sentimiento de pertenencia a ningún lugar, podré conocer archipiélagos y continentes, o al menos disfrutar del vaivén que en las aguas provoca el mismo viento que arrastra sin rumbo fijo las nubes del cielo.