POR LA ALAMEDA

Una sección de Lola Fernández Burgos
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LA ENCINA MUERTA

Hay un parque aquí en mi barrio,
que esto no es parque ni es “na”.
Víctor y Diego


Era yo adolescente allá por los años en que todo se preparaba para cambiar, pero con cambios de verdad, no los de ahora, que tenemos a los mismos personajes durante 30 años y aún hablamos de renovación. Y sonaba por entonces una canción que se llamaba El Parque, del dúo Víctor y Diego, que al escucharla hoy me hace pensar que pasa el tiempo y las cosas que contribuyeron a acabar con la oscuridad de una época por fortuna ya superada, a veces siguen vigentes en plena luz.

En mi barrio también hay un parque, el de la Constitución, que más parece una plaza, con más cemento que arboleda y jardines, aunque, dejando aparte la falta de sombras y zonas verdes, es un lugar de encuentro y recreo, por más que los senderos peatonales sean los que mayormente evita pisar la gente, por la grava en seco y el molesto barro en cuanto cae la mínima lluvia. Y en una parcela tan grande, la zona dedicada a los juegos infantiles es demasiado reducida y con tan pocos elementos lúdicos que no es raro que el número de niñas y niños frustrados supere al de los que ríen encantados de tener su oportunidad para el divertimento. Junto al parque infantil hay un espacio reservado para un bar con terraza, que está muy bien pensado para que los padres puedan tomarse algo mientras tienen a sus hijos a la vista, pero pasan los meses, que se hacen años, y ese hueco magnifica la escasez de metros cuadrados dedicados a los más pequeños.

Sin embargo, lo que más chirría en el parque de mi barrio es la presencia muerta del primer árbol que se plantó en él tras su reforma integral, hace ya como dos años y medio; una encina centenaria, que, según nos explicaban entonces, se trata de un ejemplar de gran porte que ha sido regalado por la Consejería de Medio Ambiente de la Junta de Andalucía para conmemorar el XX aniversario de la Ley de Espacios Naturales Protegidos de Andalucía. Mal favor le hicieron los políticos a la pobre encina, que fue plantada con prisas y que ahora expone con los restos sin vida de su gran porte la ineptitud de quien hace las cosas sin adaptarse a cada caso. Lejos de la urgencia a la hora de traerla desde su espacio natural protegido, parece ser que ahora no hay ninguna prisa por retirarla del lugar que, se llame parque o plaza, no parece que le sentara muy bien.

Un árbol, sea encina centenaria de un parque arrancada de él para venir a morir a un rincón supuestamente verde de la ciudad, o cualquier otro ejemplar de nuestra rica y variada flora, es siempre un milagro de la naturaleza y se merece todo el respeto, así en la vida como en la muerte. En vida, para no contribuir a acabar con ella; en muerte, para al menos retirarlo y sustituirlo. Por otra encina, en este caso, o por cualquier especie que resista el cambio, o por un simple jardín cuyas flores sustituyan al árbol muerto, al menos en cuanto al factor ornamental. Porque dejarlo tal y como está hace pensar que el reloj se ha parado para los encargados de que no ocurran estas cosas. Casi tanto como al comprobar día a día, a cinco meses ya del inicio del año nuevo, que la página web institucional que nos dio la noticia de la plantación de la citada encina lleva un desfase en su fecha de todo un año.

Ya sabemos que el todo es importante, pero que nadie se olvide del valor de los detalles. Y saber el año en que estamos es, no me lo negarán, todo un detalle. Casi tan esencial como saber que un lugar se llama parque cuando sus elementos te trasladan a otros escenarios naturales llenos de vida, no cuando se convierte en un cementerio de la vegetación que en su día fue y no prosperó después por cualquier motivo.