POR LA ALAMEDA

Una sección de Lola Fernández Burgos
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POBRES MORTALES

¡Dios mío, qué solos
se quedan los muertos!
Bécquer


Cuando la muerte impone su ley, los seres vivos sufrimos, y la soledad que Bécquer atribuyó a los muertos en sus versos se queda toda con los que permanecemos a este lado que llamamos vida. Es más que evidente que el dolor nos golpea ante el morir, y no sólo mueren las personas, los animales, las plantas… pues desaparecen también los sentimientos y sus sensaciones, todo el mundo emocional que nos sustenta. La muerte se enseñorea de nuestros días aun cuando pretendamos ignorarla. Con noviembre llegan los días dedicados en nuestra sociedad a todos los santos y a los llamados fieles difuntos, aunque me pregunto cuál puede ser la fidelidad de un muerto, como no sea a la misma muerte. Al igual que ocurre con la soledad, tal fidelidad es la nuestra para con nuestros fallecidos.

No sé si en el mundo animal hay alguno, amén de los humanos, que sea consciente de que ha de morir, y con él los suyos, pero creo que el de la inevitable mortalidad es un conocimiento demasiado gravoso y que en cierta manera mediatiza el resto de nuestra vida. Para nada quisiera ser inmortal, aunque daría todo por desconocer tan fatídico sino. Hasta donde alcanza mi memoria, la primera de mis pesadillas llegó después de que mi abuela me explicara que, más tarde o más temprano, todos hemos de morir. Aunque ello no implique tener miedo a la muerte, que no le tengo ninguna,  a partir de entonces el temor se hizo un hueco en mi existencia, y supongo que es algo generalizado y compartido por todos. Saber que moriremos duele, pero es aún peor la certeza de que perderemos a nuestros seres más queridos.

Se va la vida de nuestros cuerpos y no sé muy bien qué resulta de la transformación de la energía que nos mantiene con vida hasta entonces. Sin embargo, eso queda totalmente al margen cuando llegan estos días dedicados a evocar y honrar a nuestros muertos. Es el respeto que les tenemos el que nos mueve a acercarnos al cementerio, arreglar nichos y tumbas, adornar con flores pies y lápidas, y dedicar unos minutos a la oración. Ofrenda y recuerdos contra el olvido entre las calles del camposanto. Los corazones, sobrecogidos, saben que la memoria es el mejor antídoto para evitar que el todo sea nada. Con respecto a la dimensión de los sentimientos ya es otro cantar. Muere el amor, y la amistad, como mueren ilusiones y sueños. Pero en este caso no tenemos lugar alguno para el reposo de sus restos. Tampoco son propicios la evocación o el recuerdo. Cuando se acaba lo que nos unía a alguien, éste sigue absolutamente vivo, como nosotros, pero ya no hay nexo alguno que nos una, estando de más rememorar lo que fue y ya no existe.

La vida y la muerte, tan contrarias pero tan impensables la una sin la otra. Puede que sea egoísmo, seguro, pero ¿quién no preferiría morir antes que todos los suyos? Porque el que se va es quien más pierde, pero quien se queda es quien padece el duelo de esa pérdida, y la tristeza, y el desconsuelo. Somos los humanos pobres mortales que vivimos a la sombra de la caducidad, seres perecederos cercados por la soledad que provoca la muerte al arrebatarnos una a una todas las vidas que nos importan, hasta quitarnos la nuestra.