POR LA ALAMEDA

Una sección de Lola Fernández Burgos
Para remitir sus comentarios, clique AQUÍ

NUEVA TECNOLÓGICAMENTE (I)


Hasta no hace mucho decía con harta frecuencia eso de si mi abuela levantara la cabeza, por aquello del sorprendente mundo con el que se iba a encontrar muy poco después de haberse ido para siempre (no sé por qué para mentar a la muerte toca eufemismo al canto). Pero de unos pocos años para acá no he tenido la ocasión ni de acordarme de mi madre, viéndome obligada a dar un salto generacional tras comprobar que soy yo misma la aturdida con tanto invento moderno. Si de pequeña alucinaba escuchando una de aquellas enormes radios antiguas, espiando las luces interiores por alguna rendija con la absurda ilusión de encontrar a esos hombres y mujeres que nos hablaban, no es que con el paso de los años haya ido mucho más allá. Sigo sin entender nada, o casi nada, mientras la ciencia avanza una barbaridad, y en aquello que atañe a la intercomunicación se ha introducido en nuestras vidas sí o sí. Al progreso no se le pueden poner puertas, así que lo mejor es acomodarnos a sus expresiones lo antes posible. La mayor dificultad, empero, estriba en que a veces no sabemos exactamente a qué hemos de adaptarnos.

En el nivel más simple, el otro día le pregunté a mi madre si su televisor tenía puerto USB para un pendrive y ante su cara de estupefacción me entró la risa. Pero no se quedó más en Babia que yo ante el iPad que ha entrado en mi hogar para corroborarme en la idea de que en las nuevas tecnologías o te subes al carro o te quedas obsoleta de por vida. Me recuerdo en mi primera adolescencia imaginando tener un dispositivo con infinidad de aplicaciones: ver la tele, hablar viendo en la pantalla a mi interlocutor, dibujar, ver mundo, comprar a distancia, leer lo que me apeteciera, incluso entrar en el cerebro de los demás y conocer sus pensamientos… Esto último no, pero todo lo demás y mucho más está contenido en el iPad: una puerta mágica a un ilimitado universo de posibilidades, siempre que sepamos imaginar, o al menos saber qué queremos o podemos hacer.

De cualquier modo, una cosa es la teoría y otra la práctica. Porque para empezar, se supone que idean herramientas de ayuda para ahorrarnos tiempo, que ya sabemos que es un tesoro, y en mi vida he perdido tantas horas para tan poco. Esto debe de ser como lo de tener un traje de Superman o de cualquier otro héroe del cómic, que si viene sin libro de instrucciones es un engorro más que la oportunidad de utilizar sus poderes mágicos. Cuanto antes aprendamos de qué va todo, más pronto nos beneficiaremos de sus facultades. Porque aplicaciones las hay para todos los gustos, hay que reconocerlo, pero todo ello me empuja a preguntarme si con una sola vida, ya que no soy gata, podré yo hacer uso de tanta oferta, a cual más atractiva. Vuelvo entonces a plantearme si estas maravillas tecnológicas van a regalarme tiempo, o lo que se presenta así no es raro que se convierta en una auténtica pérdida de tan preciado don.

Así que ya saben, me encuentro nueva tecnológicamente. Yo, que pasé de las radios gigantes a los transistores, del vinilo al CD, del walkman al mp4, etc.; que vi llegar la TV en blanco y negro, y después en color; que guardé, supongo que para siempre,  la máquina de escribir para cambiarla por el teclado de un ordenador; que me maravillé con los móviles (¿alguien se recuerda haciendo cola en las cabinas telefónicas?); que no pude resistirme a la fotografía digital y tuve que aparcar la cámara de fotos analógica en un rincón del olvido, y así podría escribir no ya un artículo sino todo un relato corto… Imperceptiblemente ya nos hemos ido acostumbrando a cada nuevo invento que ha sido aceptado por la mayoría e incorporado a la cotidianidad del día a día a nivel mundial. Sin embargo nos falta mucho todavía, sobre todo saber qué no entendemos y qué queremos preguntar, que aunque pueda parecer una tontería para nada lo es. En cuanto al iPad, estoy en plena doma y muy segura de que no podrá conmigo. Ya les contaré.