POR LA ALAMEDA

Una sección de Lola Fernández Burgos
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EL PESADO FARDO DE LAS COSAS MUERTAS


Estudié Ciencias y no Letras, con lo cual la Historia pasó por mi vida académica como una estrella fugaz, con una tan pobre como inútil estela de fechas y nombres de batallas y reyes y reinas, que jamás necesité para nada importante. Con el tiempo, sin embargo, comprobé lo esencial de un acercamiento histórico al devenir de la humanidad para ser capaz de una correcta perspectiva con unos sólidos puntos de referencia. Sin que ello evitara, empero, que algunos episodios de los referidos por los historiadores me parecieran, y me sigan pareciendo, más surrealistas que reales. Así, quién no se ha sentido desconcertado ante la demencia de amor de Juana la Loca, viajando con el cadáver (mal) embalsamado de su adorado Felipe el Hermoso de aquí para allá durante meses. Lo más curioso es que al morir el rey de Castilla y previamente a embalsamarlo, se le extrajo el corazón para enviarlo a su ciudad de nacimiento, Brujas, con lo cual la reina loca llevaba consigo un cuerpo descorazonado. ¡Qué gran contradicción, dado que es en tal músculo donde residenciamos el amor! La Historia nos cuenta que la heredera de los Reyes Católicos no se contentaba con deambular llevando al muerto consigo, pues allá donde recalaba obligaba a permanente guardia, música, iluminación de velas y solemnes funerales.

Una crónica de indudable poderío visual, casi onírico, que me lleva a pensar en la absurda inutilidad de acarrear con el pesado fardo de las cosas muertas. La vida nos ofrece a diario la oportunidad de reinventarla. Cada amanecer es una puerta abierta, un poner los contadores a cero para empezar de nuevo. Vivir, como escribir, por cierto, es enfrentarnos a una página en blanco, la tabula rasa de la que nos hablan los filósofos. Ante ello, nada mejor que desechar todo aquello que haya perdido su corazón. Porque, a poco que reflexionemos, podemos descubrir que en ocasiones nos acercamos más a la desvariada conducta de Juana I de Castilla de lo que nos gustaría aceptar y reconocer. Ella con su (mal) embalsamado Felipe; nosotros, con todo un cortejo fúnebre de sentimientos. No sé si para éstos, una vez muertos, existirán cementerios extramuros de nuestro propio corazón, pero de no haberlos hemos de inventarlos si queremos continuar libres de tan insoportable como eludible peso. O lo que es lo mismo: hemos de asimilar y asumir su muerte.

Aunque es aún más delicado abordar el tema del sentir compartido que queda unilateralmente descorazonado. Muerto de una orilla, vivo pero condenado a la pena capital de la otra. ¿Qué hacer entonces, sino convertirnos en asesinos de sentimientos? Eso es muchísimo más difícil y complicado a nivel emocional; pero nos queda eso o velar permanentemente unos restos que nunca más volverán a estar vivos de verdad, por muchas velas que les encendamos, o ya celebremos cuantas veces nos aconseje nuestro empecinamiento un oficio de difuntos en su memoria. En esto de los sentimientos descorazonados, con independencia de que perdieran su razón de ser aún con mucha vida por delante, hay que llegar al punto en que aceptemos ser prácticos antes que románticos, por más que de entrada nos pueda parecer un sacrilegio. Porque el tiempo y la vida nos van enseñando que para según qué cosas no hay nada más sagrado que nosotros mismos. Se le puede llamar egoísmo o puro instinto de supervivencia, pero no podremos expresar sentimientos nuevos y vivos si antes no nos libramos definitivamente de aquellos que por mucho que les lloremos están descorazonados y, por ello, absolutamente muertos.