POR LA ALAMEDA

Una sección de Lola Fernández Burgos
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CLAROSCURO


Vivimos en un mundo de contrastes lleno de sombras y luces, en el que cohabitan sin solución de continuidad conductas de grandeza junto a otras que nos hacen apenas atisbar cuán perverso y despreciable puede llegar a ser un ser humano por todo un repertorio de motivos. Miramos alrededor y vemos animales de las más variopintas especies dando con frecuencia muestras de mayor humanidad que nosotros mismos. En los noticiarios nos muestran imágenes de un mono tratando de salvar desesperadamente, y lográndolo, a otro electrocutado que estaba más para allá que para acá; casos de mascotas defendiendo a sus amos sin dudarlo un segundo y salvándoles la vida en muchas ocasiones, a veces perdiendo la suya; o llorando ausencias en cementerios con más verdad que en algunas familias. Expresan tantos sentimientos reales los animales, que debe dolerles demasiado nuestras maneras de tratarlos. Y los humanos, para los que hemos inventado un alma y un estatus de superioridad, somos capaces de lo mejor y también de lo peor; y no sólo con respecto a ellos, sino, y es aún peor, para con nosotros mismos.

Imaginemos, por ejemplo, que alguien de una tribu nos observara curioso por descubrir cómo es la sociedad en la que nos movemos; no tengo la menor duda de que no querría para nada asentarse en el progreso, y de que volvería lo antes posible a su cultura tribal. Porque dudo que entendiera que mientras algunos tratan de conservar y restaurar obras de arte de todo tipo, con mimo, dedicación e importantes inversiones económicas; otros destruyen para siempre auténticos tesoros arqueológicos de milenios de antigüedad sólo por maldad y vileza. O a ver quién le explicaba, sin pecar de incoherencia, por qué unos viven como marajás en mansiones que albergan auténticos derroches y despilfarros sin sentido, mientras otros no tienen techo en que guarecerse; o son echados de sus casas a la calle sin contemplaciones; o son atacados por jóvenes pudientes cuando se refugian en portales o cajeros; cuando no les colocan pinchos metálicos en las esquinas techadas para evitar que les pueda servir de cobijo; o en los bancos, para impedir su descanso.

La injusticia y las desigualdades, junto a la vulneración de los derechos, humanos y animales, son un caldo de cultivo nefasto para la sociedad en su conjunto, porque, de prolongarse en exceso en el tiempo, engendra violencia y odio; y ello conduce directamente a la destrucción y el fanatismo. ¿Cuánto puede una persona soportar la impotencia, la incertidumbre, los temores, el mismo miedo, la desesperanza, la ansiedad y el desequilibrio emocional que todo ello, y mucho más, le provocan? Por aquí y por allí en esta comunidad global conocemos casos de gente muy cuerda que de repente actúa y se comporta como el peor de los locos, sin que nada lo hubiera indicado previamente; como sabemos que cada día hay más suicidios, que es la opción del desgraciado que en vez de atacar al mundo que le hace infeliz, se agrede a sí mismo y se quita de en medio para siempre jamás. Ya les digo, esta sociedad parece una pintura del mismo Caravaggio, maestro en lo del claroscuro; y no es difícil adivinar que a estas alturas, nuestro representante de la tribu se las ha ingeniado para esfumarse y regresar cuanto antes con los suyos, sin detenerse ni para decir adiós, no vaya a ser que por los buenos modales se quede sin viaje de vuelta.