POR LA ALAMEDA

Una sección de Lola Fernández Burgos
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BAILEMOS


Que en algunas ciudades de una Europa que se pretende moderna se prohíban los espectáculos deportivos, musicales y de baile en Viernes Santo me parece una exigencia inaceptable. No pueden los creyentes obligar a nada en pos de un respeto que ellos no muestran hacia los no creyentes cuando así actúan. Pensaba que esas eran cosas del pasado, porque al menos en el mío lo viví: era llegar Semana Santa, el Viernes en especial, y no poder escuchar música si no era clásica, que para una niña puede llegar a ser tan aburrida como la misa en latín que soportaba, aún más niña, cuando acompañaba a mi madre a misa. Hay bastantes cosas que creía afortunadamente muertas y que en los últimos tiempos dan síntomas de estar vivitas y coleando, por una política que en bastantes ocasiones traspasa la línea que marca el ámbito democrático y constitucional. Es evidente que, sin molestar a quienes libremente celebran sus ritos -mientras nos roban el centro de las ciudades a quienes no deseamos celebrarlos-, podemos cantar, bailar y hacer el pino a una sola mano si eso es lo que nos place. Que alguien, en nombre de unas creencias que no puede imponer por más que así lo desee, pretenda determinar qué hacer o sentir es cuanto menos lamentable; y cuanto más, a ignorar por completo.

Siempre hay que ser rebeldes, preferiblemente con causas; pero a veces hay que serlo un poco más si cabe, por aquello de marcar la distancia entre nuestro espacio y el ajeno. Porque el mayor robo de la tiranía es el de nuestra libertad personal. Cierto que somos ciudadanos viviendo en sociedad, pero nuestra privacidad ha de ser igualmente sagrada y por ello mismo respetada. Nuestro mundo personal nos pertenece, a salvo de vulneraciones, y ello se extiende tanto a la casa, como al trabajo. Ceder es perder de manera irrecuperable, por lo que es preferible encontrar esos espacios comunes en los que podemos ser nosotros sin renunciar a un previo y básico ser yo. Elemental, pero olvidado, voluntaria o involuntariamente, con excesiva frecuencia. Nadie puede decidir por ti, por mí, por nosotros; hombres y mujeres a los que se nos presupone libres, y a los que nada ni nadie puede cortarnos las alas. Pues ellas nos ayudan a elevarnos por encima de imposiciones sin fundamento y otras absurdas pretensiones que se dan en una sociedad que se llama de progreso y hace, a veces, del regreso su guía. El tiempo avanza y no espera; la Historia está ahí para enseñar las consecuencias de actuar de una u otra manera. Ya que nos denominamos homo sapiens, demostremos nuestra sabiduría y la capacidad de asimilar las lecciones que como especie hemos considerado dignas de ser transmitidas culturalmente.

Una podría preguntarse cuánto cuesta una Semana Santa en España, se sufrague como se sufrague, y si con el montante total bastaría para que los 2,3 millones de niños y niñas que pasan hambre en nuestro país, dejaran de pasarlo. Pero conozco las respuestas que seguirán justificando una fiesta religiosa de más de 7 días a nivel nacional, en las que la Iglesia derrocha poderío aunque sean tiempos de crisis para demasiadas personas. Respeto para el culto divino, sí; pero también para el humano, que nadie puede hacer de la concelebración del dolor y la muerte una obligación. Y aunque no estén los tiempos para el cante, o igual sí por su poder sanador, quién sabe, lo que tengo claro es que nadie puede prohibir que, por el duelo institucional por unos hechos acaecidos hace más de dos mil años, cantemos, juguemos, saltemos o nos desgañitemos si ese es nuestro deseo. Tal vez a algunos nos parezca mejor que interiorizar la pena, exteriorizar la alegría, que también es un don que nos ofrece la vida. Y entre esta y la muerte, tengo clara cuál es mi preferida. Así pues, bailemos.