POR LA ALAMEDA

Una sección de Lola Fernández Burgos
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HACER TRAMPAS


No es difícil ganar cuando te saltas las normas, pues al fin y al cabo estas no son sino las orillas del camino a seguir, y omitirlas y obviar el proceso en todas sus fases acelera sin duda lograr el resultado deseado. Visto lo visto, la honestidad es la gran maltratada en estos días. El respeto brilla por su ausencia y la decencia puede hasta resultar grotesca entre inmorales. Quien no se atiene a las reglas del juego parte con esa ventaja y con otra añadida: saber que otros sí las seguirán. Digamos que irán en quinta y sin frenos; el resto, a lomos de una burra. No es lo mismo jugar, que jugar con, seguro que estamos todos de acuerdo, y mientras lo primero es divertido, lo segundo puede llegar a ser trágico; depende ya de las circunstancias, las conductas, el momento, las posibilidades de salir indemne de las tretas, y el largo etcétera que cada quien desee añadir. Hacer trampas es algo que está a la orden del día, vemos ejemplos a cientos cotidianamente y en cualquier ámbito grupal en el que vayamos moviéndonos. No sé si sorpresivamente o no, el fullero tiene todas las de ganar, y de los sinvergüenzas es el reino de la tierra. Sé que la inmensa mayoría de la gente es honrada e íntegra, así que sólo a base de artimañas se puede llegar a que una minoría de desaprensivos domine a los demás.

Quien no tiene moral, no sufre lo más mínimo las consecuencias de obrar mal, porque carece de conciencia, y no se mueve en parámetros como los del bien y el mal. Será bueno todo lo que redunde en su satisfacción, con independencia de si para obtenerla esparce la desgracia entre los otros. Y pedirle responsabilidades o pretender que cese en su reprobable conducta es totalmente inútil. Ante esto surge malestar e indignación, aunque es muy difícil canalizarlos para conseguir que el panorama cambie; sencillamente porque quien domina a base de quebrantar lo prescrito, es quien dicta la norma y ejerce la trampa; en natural alianza con la manipulación, la mentira, el oscurantismo, la falta de transparencia y el poder más absoluto sobre la información y su comunicación. A los farsantes les interesa que la gente esté en la inopia, que centre su atención en banalidades oportunamente resaltadas, y que esté entretenida, sustituyendo el pan y circo por el reality show y televoto. Si alguien osa cuestionarles basta con neutralizarle a base de una dosis extra de la misma medicina; es decir: más mentiras, más manipulación, mayor indecencia. Y a continuación, una cascada de etiquetas de desecho: radical, peligroso, extremista, fanático, revolucionario..., vamos, lo peor. Y esperar que penetre en el sentir y el pensar de la gente que no se entera; a veces porque no quiere, y otras porque ciertamente está más en la luna que en este planeta. Puede resultar desalentador, pero hay que mantenerse alerta y no olvidar aquello de que con tramposos no se juega, evitando así que ellos jueguen con nosotros. Después sólo queda confiar en que el tiempo ponga a cada cual en su sitio, que las mentiras tengan de verdad las patas muy cortas, que no siempre se salgan con la suya los que no se lo merecen, y que la película tenga un final feliz, como debe ser.