POR LA ALAMEDA

Una sección de Lola Fernández Burgos
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EN EL FONDO DEL MAR


Por mal que sintamos que estamos el conjunto de la sociedad, no nos quepa duda de que muchos otros están peor, sin que ello nos sirva de consuelo, sino para hacernos una leve idea de las malas condiciones existenciales de millones de personas dejadas de la mano de los hombres y abandonadas a su mala suerte. Cuando no se tiene más futuro que la muerte, jugarse la vida en el intento de huir de ella es un aliciente que importa más que el temor a no conseguirlo. Cualquier vía, por terrible que sea, parecerá válida si se trata de escapar del infierno. Y eso buscaban los más de mil inmigrantes y refugiados ahogados en muy pocos días en dos hundimientos que vuelven a hacernos detenernos en unos datos absolutamente escalofriantes: más de 20.000 muertos en el fondo del Mediterráneo en los últimos 15 años, en un inútil esfuerzo de conseguir una vida mejor. Un cementerio submarino de sueños rotos, que no se hubieran hecho realidad ni arribando a puerto. Porque el paraíso que ellos imaginan, hace mucho que fue testigo de nuestro destierro. Todos, aquí y allí, perseguimos quimeras que son la liebre mecánica tras la que corremos incansables en una pista de la que es imposible salir.

¿Cómo se pueden permitir tragedias semejantes en un mundo moderno, acaso hemos perdido la sensibilidad ante el dolor ajeno? Tráfico de personas sin que nadie mueva un dedo para evitarlo; guerras atroces e interminables que impiden el desarrollo y la normalidad; fronteras terrestres cerradas a golpe de leyes, sordas al clamor de un mundo que se hunde y no sabe dónde ir; millones de personas desperdigadas por toda la tierra que pasan hambre, sed, frío y miedo, mucho miedo. Basta ponerse por unos segundos en su lugar, pensar que nosotros somos ellos, que nuestra vida es una pesadilla que pesa como una losa de la que no podemos zafarnos. Imaginarnos en barcazas atestadas zozobrando en aguas congeladas de alta mar; ser por unos momentos esos hombres y mujeres, esos bebés de vida tan corta como innecesaria, asustados y temblando, seguramente rezando antes de tener una muerte tan injusta como lo fue su mala vida. ¿No son capaces los que pueden evitar estos dramas de imaginarse en su lugar?

Siempre fue el Mediterráneo un mar que posibilitó el cruce de culturas, testigo de la sucesión histórica de grandes pueblos cuyo influjo ha llegado hasta hoy. Sin duda también presenció a través de los siglos las luchas que invariablemente han acompañado a la humanidad, y en sus profundidades alberga el rastro de la destrucción tanto como la vida misma. Pero asusta la magnitud de estas fosas de personas inocentes estafadas, engañadas, de las que se abusó desde el mismo instante de su nacimiento; precipitándose a cientos, a miles, hasta el fondo, ayudadas por las sociedades de progreso que no saben más que cerrar puertas, ventanas y sentidos a la cruda realidad; y la cotidiana frecuencia con la que se rellenan, más que provocar miedo, paraliza. Prefiero concebir el mar como símbolo de libertad e invitación a surcar sus innumerables caminos, que pensar que su fondo alberga demasiadas víctimas que ya lo eran incluso antes de sumergirse en sus aguas para siempre.