POR LA ALAMEDA

Una sección de Lola Fernández Burgos
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EL ÁRBOL DE LOS SUEÑOS


Desde que en el s. VI a.C., el griego Esopo escribiera El cuento de la lechera, mucho ha llovido, que se dice; pero ni lluvias ni persistentes sequías pueden arrebatarle a tal fábula su vigencia casi imperecedera, su actualidad siempre renovada y a la orden del día. No es de extrañar, porque es una historia de ilusiones y sueños; en la que puede que todos los castillos estén en el aire, pero no por ello dejan de ser castillos, elemento casi imprescindible en todo cuento que se precie. El de la lechera, podría llamarse no ya en singular, el cuento, sino en toda la más amplia pluralidad que imaginar pudiéramos: los cuentos. Porque soñar es trazar posibilidades exponenciales que van formando una red que al final deviene en todo un árbol de los sueños, en el que una ilusión te lleva a otra, que a su vez se multiplica, y ello conduce a la euforia propia del soñador.

No sé qué tienen los sueños, que a todos y todas gustan; tal vez que son gratis, pero también que son libres y exclusivamente nuestros, que pertenecen al mundo mágico de los secretos; de los que algunos a veces dejan de serlo, pero sólo porque queremos compartirlos, aunque siempre representarán una insignificancia en la inmensidad. Porque soñar es tan íntimo como pensar y sentir; lo que iguala en individualidad a sueños, sentimientos e ideas. Y me estoy refiriendo en todo momento al soñar despiertos, que no tiene nada que ver con los sueños mientras dormimos. Ocurre que al dormir soñamos con frecuencia aquello que anhelamos y no tenemos despiertos; pero es pura fisiología, no hay control de la voluntad, y puede estar muy mediatizado por factores totalmente ajenos a ella: seguro que todos sabemos ya que si nos acostamos recién cenados, es más que probable que suframos pesadillas; y no hay que recurrir a obsoletas y trasnochadas doctrinas como el psicoanálisis para tratar de buscar un significado coherente allá donde sólo hay incoherencia. Mejor dejemos al cerebro dormir tranquilo y sin que el estómago trabaje mientras lo hace.

Son mucho más atractivos los sueños en plena vigilia, sencillamente porque soñamos lo que queremos soñar, aunque después todo se desvanezca en el aire... o se derrumbe por falta de cimientos, como los castillos de arena, que también son muy válidos a la hora de contar cuentos. Seguro que del soñar nos gusta asimismo que a veces adelantamos el deleite de lo que más tarde tendremos; y si no lo tenemos, igual es preferible no soñar, antes que vivir la falsa ilusión de lo que en verdad no existe; pues si el hambriento sueña despierto que sacia su hambre, no por ello dejará de tener que comer, si es que no quiere morir de inanición. De cualquier manera, aunque el cuento de la lechera no vaya más allá de todo un entramado de sueños, cada uno de ellos crea un camino que puede ayudar a conseguir lo que se pretende, y de repente se transforma en el preludio de grandes realidades. Y eso por sí solo consigue que nos merezca la pena soñar; que toda la vida es sueño, y los sueños, sueños son, como sabiamente nos recordara Calderón de la Barca.