POR LA ALAMEDA

Una sección de Lola Fernández Burgos
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NO HABLAMOS MAL


En cuestiones de respeto lingüístico, siempre me ha parecido que Suiza, con sus ocho millones de habitantes y sus cuatro idiomas oficiales, es un referente del que aprender. En España es oficial el castellano; y el gallego, euskera y catalán son cooficiales en las respectivas autonomías en las que se habla cada uno de ellos. Hasta ahí, perfecto; el problema surge cuando a quienes sólo hablan español les molesta que otros tengan una lengua materna distinta, y que la hablen. No sé en qué punto de nuestra Historia pasamos a contemplar el uso de un idioma infranacional como ataque a la lengua general, pero me parece de una pobreza infinita semejante actitud común de rechazo. Y lo peor es que la resistencia unilateral genera otra en sentido contrario, hasta hacerse bilateral y degenerar en un inevitable choque; de modo que lo que podría ser una maravillosa oportunidad de encuentro y enriquecedora diversidad, al final se suele quedar en un mero encontronazo.

De este desencuentro surge una indeseable discriminación lingüística, sufrida muy especialmente en donde coexisten dos lenguas. De manera que lo que tendría que ser una convivencia natural y automática sin más, se torna en una lucha de pretendidas imposiciones con connotaciones políticas que nada tienen que ver con el ámbito del lenguaje y su importancia en cuanto a las relaciones sociales. Una lengua sólo tendría que servir como puente de entendimiento, nunca ser una excusa para todo lo contrario. Y por desgracia, la realidad nuestra de cada día va más acorde con esto último: ¿cómo entender que rechacemos a un catalán, un gallego o un vasco porque hablen en catalán, gallego o vasco?. Es algo que escapa a la lógica más elemental si dejamos al margen matices políticos. Pero es lo que hay, y ello conduce a que la deseada coexistencia idiomática se quede en un desagradable juego de exigencias en un sentido y vetos en el contrario. Así pues, donde debiera haber armonía, nos encontramos con términos tales como rechazo, enfrentamiento, lucha de imposiciones, etcétera.

Si el panorama es poco atractivo en torno a las lenguas de nuestro país, al detenernos un momento en el habla -en la manera de hablar de una comunidad determinada sin entidad de lengua o idioma-, las perspectivas no son mucho más prometedoras. Estoy pensando concretamente en el andaluz, que no es una lengua propiamente dicha por carecer de gramática -de ahí que todos los andaluces escribamos en castellano-, pero que sólo en Andalucía lo hablamos más de 8 millones de personas. Que conocemos muy bien los prejuicios asociados a nuestra manera de hablar, por lo que nos podemos quejar igualmente de sufrir discriminación lingüística. Dejando a un lado, sin ser baladí, las generales connotaciones asociadas a nuestra manera de hablar -esa imagen de gente atrasada y graciosa, que nada tiene que ver con la idiosincrasia andaluza-, lo que más puede molestarnos es que desde fuera digan que no hablamos bien, porque es absolutamente falso: ¡los andaluces no hablamos mal el castellano, sencillamente hablamos perfectamente bien el andaluz, que es algo muy distinto!