POR LA ALAMEDA

Una sección de Lola Fernández Burgos
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GORRIONES Y MIRLOS (2)


Si te gustan las aves, observarlas es maravilloso, porque nunca dejas de descubrir cosas nuevas. Siempre sin molestar, ni mucho menos proporcionarles alimentos, pues creo que es imprescindible que prosigan su vida natural, que bastante se adaptan ya al hábitat urbano como para crearles mayores interferencias. He vivido en casas con nidos de golondrina bajo el alero del tejado; otras en las que se podía disfrutar de impagables vistas a nidos de cigüeñas; con terrazas sobre la que sobrevolaban habitualmente aves de presa de próximos y elevados cortados rocosos; incluso recuerdo en mi infancia una casa algo destartalada con una habitación deshabitada en la que se colaban involuntariamente crías de vencejo por una pequeña grieta, y cómo mi padre nos ayudaba, a mis hermanos y a mí, a cogerlas con cuidado de no dañarles las alas y soltarlas por el balcón para que volaran en libertad... ¡qué enormes eran a mis ojos de niña aquellas crías grises azuladas de penetrantes ojos negros! Sin embargo, ahora, tal y como les comenté, puedo disfrutar con la observación de gorriones y mirlos urbanos que anidan en los tejados, aunque al estar junto al campo, podríamos decir que combinan ciudad y naturaleza, más allá de parques y plazas.

Ambos tipos de aves conviven pacíficamente, sin compartir demasiado, como no sea las antenas cuando el ambiente está relajado. Los gorriones son mucho más sociables y de grupo que los mirlos, pero igualmente curiosos y asustadizos. Los que entienden, dicen que éstos son monógamos hasta la muerte de uno de ellos, mientras que el gorrión lo es sólo durante la época de cría... aunque sin descartar infidelidades, bigamias y hasta trigamias en caso de que prosperen pocas crías, tanto en unos como en otros. Los mirlos son más recatados y viven su sexualidad a salvo de la vista de los demás, y cuando es época de puesta, apenas quieren cuentas con los suyos, pareja aparte. En cuanto a los gorriones, la cosa es bien distinta y desde luego viven su época de celo ignorando al resto de seres vivos... ¿Quién no ha presenciado alguna vez el nervioso y jaleoso baile de los gorriones machos alrededor de una hembra, que sale volando perseguida por los participantes en esta danza, y vuelta a empezar? Parece ser que esta especie de baile grupal no tiene por finalidad obtener pareja, de hecho a veces la ejecutan los gorriones machos, sin hembra ninguna a la que rodear; porque es una conducta instintiva relacionada con la reproducción, más que con el apareamiento en sí.

Así pues, procurando molestar e interferir mínimamente, me gusta ver sus reacciones ante cantos grabados de otros mirlos y gorriones en diferentes momentos y situaciones. Nunca había visto, por ejemplo, tantas mirlas fuera del nido y agrupadas, raro en ellas, como cuando les puse una grabación de machos cantando en primavera. Nada de esconderse y haciendo piña, curiosas, mientras todos los mirlos del tejado me sobrevolaban, de uno en uno, desconcertados. A los pocos minutos, sin embargo, todo vuelve a la normalidad y parecen haber olvidado el episodio. Pero los gorriones, machos y hembras, ante el mismo tipo de canto, en un primer momento, y tras un rápido vuelo para saber qué hay exactamente allí de donde proceden los sonidos, se pierden de vista... mas en cuanto se hace el silencio, les llega el momento de investigar a fondo: he visto cómo se han recorrido, cabeza abajo, todo el filo del alero, teja a teja, de uno a otro lado y de otro a uno, en busca de posibles intrusos, y no han vuelto a su ritmo de normalidad hasta no descartar indeseadas visitas. Ante una grabación de alarma, los mirlos, todos machos, han volado en dirección contraria para volver en bandada, raro en ellos, y sobrevolarme repetidamente, clavando en mí sus miradas, con ese aro amarillo circundando sus ojos que intensifica la sensación de que te están mirando fijamente, y no han parado hasta descartar peligro alguno. Si les pones cantos mañaneros al caer la tarde, o crepusculares en el amanecer, se reagrupan en el tejado, lo más lejos posible, y no disuelven el grupo, raro también, hasta que no cesan las, me supongo, contradicciones sonoras.

En fin, podría contarles y no parar, pero vuelve a imponerse la limitación del espacio y el deseo de no aburrirles. Aunque lo cierto es que con respecto a los pájaros, mi gusto por la etología se ha llevado el mejor premio hasta ahora, más que por los tejados, a ras del suelo. Sin embargo, esa es otra historia, y tal vez en algún momento tenga la ocasión de compartirla con ustedes.