POR LA ALAMEDA

Una sección de Lola Fernández Burgos
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LOS MATICES DEL SILENCIO


Puede que no sea culpable, pero tampoco el silencio es garantía y aval de inocencia. Porque hay conceptos que sin saber muy bien por qué, si por asentados convencionalismos de todo tipo o por pura convicción, están injustificadamente sobrevalorados. Nos abrazamos a ellos como si del as escondido de un truhán se tratara, dando por hecho que siempre nos quedará su efecto balsámico para contrarrestar todo aquello que nos incomode hasta el punto de echar mano del mágico comodín. Entre muchos, el silencio es uno de estos conceptos, y con él no sólo ese adjudicarle un carácter positivo, sino muy especialmente considerarlo unívocamente, olvidando que es un todo de cuasi infinitos matices. Se valora el callar, incidiendo en que siempre será preferible al hablar mal o más de la cuenta, obviando que el silencio en sí mismo no es ni bueno ni malo, ni positivo ni negativo, en tanto no atendamos al mismo contexto en que se produce. Extrapolar es siempre peligroso si se quiere la verdad y la ausencia de manipulaciones mentirosas. Y no es lo mismo callar cuando el silencio implica millones de palabras escondidas, que hacerlo cuando es mitigadora ausencia de ruidos presentes y sabia evitación de los futuros.

Porque existe el silencio prudente, tanto como el salvajemente irresponsable; el que rezuma lealtad, pero también el que es profundamente traicionero; aquel que podríamos encajar en un acto de valentía, sin olvidar el que puede ser vergonzosamente cobarde; como el que nace de la emoción, frente al que es todo un ejercicio de cinismo. Ante el silencio mordaza o el que te da la espalda cuando quieres mirar a los ojos de quien habla o calla, hay silencios que te sobrecogen y te dan ganas de acompañarlos en una espiritual comunión en la que la palabra puede convertirse en llana irreverencia; al igual que los hay que no te provocan sino sonrojo y, más que acallar estrépitos, son una auténtica perturbación en sí mismos. Pues los sonidos del silencio no siempre son placenteros y armónicos, ni previenen automáticamente de males mayores, invariablemente achacados a un impertinente uso del lenguaje. A veces, muchas más de las que se reconocen a simple vista, es absolutamente imprescindible no callar, y pobre quien antes que hablar cuando es preciso, calla porque le es lo más cómodo. Ah, la comodidad del comodín, válgame la redundancia, para espíritus pusilánimes que andan entre sombras: pues eso es a veces el silencio, sólo oscuridad.

Me gusta el silencio frente a emociones que te dejan muda, tanto como me disgusta el que te provoca confusión e incertidumbre; y me quedo con el que te hace sentir acompañada, como abomino del que es más abandono que otra cosa. No quiero mudez ajena cuando sólo cabe llenar el aire de palabras, de preguntas, de respuestas, de sonidos esclarecedores; ni me esconderé jamás detrás de premeditados mutismos cuando sienta la necesidad interior de manifestarme y no mantenerme callada. Porque al fin y al cabo, y más allá de las posturas personales, con la verdad ocurre lo mismo que con la mentira: ambas existen y despliegan sus polivalentes efectos con total independencia de que nosotros hablemos o callemos. Por eso, ya que ellas hablan, aunque sea a base de silencios, para qué callar nosotros cuando lo que nos apetece es incluso gritar a los cuatro vientos...