POR LA ALAMEDA

Una sección de Lola Fernández Burgos
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PARA NUESTRO DELEITE PARTICULAR


Me asomo a la tarde en las horas previas al crepúsculo, bajo el arco que traza la luna desde el este al oeste, con un brillo creciente que se convertirá muy pronto en luna llena. Mientras los pájaros retrasan remolones el momento de acostarse y dejan pasar un rato más con la vista fija en el horizonte, mis ojos se pierden en paisajes de almendros en flor y olivos. Caigo en la cuenta de que es el tiempo de las flores de invierno embelleciendo los campos y las orillas de los caminos. Se nota además que ya mismo llega la primavera, con los árboles en plena transformación; es increíble lo deprisa que pasan las semanas y los meses: o más bien será que nos lo parece, porque hay cosas que van a su ritmo sin conexión alguna con nuestras sensaciones. A veces estamos tan ensimismados que podríamos ignorar por completo lo que en otras ocasiones son referentes imprescindibles. Todo es tan relativo y tan cambiante, que hay pocos momentos para disfrutar la perdurabilidad, si es que realmente existe más que en un puñado de sentimientos íntimos.

Cuando el cielo empieza ya a teñirse de delicados colores de atardecer, en ese tránsito entre el día y la noche; y entre las luces y la oscuridad, puede sentirse tal paz, que es difícil acordarse de tantos y tantos ruidos mundanos que entorpecen nuestro bienestar. Sería fantástico que tuviéramos tiempo para el tesoro de silencios y sonidos que cada día se nos ofrece, restándoselo a otros menesteres menos confortables. Hay que desconectar y ser capaces de salir indemnes de cualquier cosa que no nos guste, siempre que sea posible, por supuesto. Pero estoy segura de que muchas de las complicaciones que nos envuelven son en realidad fácilmente salvables, a poco que lo intentemos o en cuanto consigamos evitar sus urticantes efectos. Con sólo desechar lo que nos incomoda y no es inevitable, con dejar a un lado y lejos a esas personas a las que llaman tóxicas, con no hacer aprecio de lo que nos provoca desprecio, con sólo eso, que es mucho, no me cabe ninguna duda de que todo ha de ser mucho mejor.

Poco a poco las sombras van llegando para quedarse hasta que mañana amanezca de nuevo. Todo muta, qué poco permanece, y sin embargo no es motivo de vértigo o de miedos -nada que ver con aquellos temores infantiles-, porque es tan continuo que incluso en el movimiento puedes encontrar estabilidad. No es lo mismo el vaivén de las olas meciendo un barco perdido en la tormenta, que el mareo que lleguen a sentir los marineros de un buque que surca habitualamente los mares. Incluso el azar marca sus reglas si puedes observarlo y controlarlo; es mucho más peliaguda la inseguridad ante lo inesperado y sorpresivo por imprevisto. Y de repente es de noche, y ya no distingo los campos de almendros y olivos, pero me basta mirar hacia el cielo y poco a poco llenarme las pupilas de estrellas. Nada se pierde si sabes que, aunque no lo veas, ahí está; si sabes esperar y llenar tal espera de todo lo que, mientras, tenemos al alcance para nuestro deleite particular.