POR LA ALAMEDA

Una sección de Lola Fernández Burgos
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EL MILAGRO DEL GRANADO


Por muchas primaveras que tengo la suerte de haber vivido, nunca dejará de sorprenderme y emocionarme el tiempo que nace para las flores, directamente desde un invierno que sin tanto ruido es igualmente florido. Maravillosa la transición del frío a las temperaturas primaverales, con un despliegue de colores y formas tan variados y perfectos en árboles y plantas. Si amas la arquitectura, en el reino vegetal encontrarás tantos regalos como seas capaz de aceptar. Si te gusta la pintura, disfrutarás como si en la niñez te hubieras perdido en una fábrica de caramelos. Y si te quieres deleitar con la música primaveral, bastará con que calles unos minutos al aire libre, en la ciudad o en el campo, para que los trinos, los gorjeos, los cantos de los pájaros te hagan desear seguir en silencio. Y qué decir de los poetas, sumergidos en versos de flor y agua; o de los románticos, sintiendo mariposas en el corazón. Como niños y niñas que encontraran caños de sus refrescos preferidos, lagunas de chocolate o fuentes de helados para el descanso de sus juegos...

     La primavera es bonita y, además, prodigiosa, porque realiza milagros que no por cíclicos dejan de ser fascinantes. Y algunos de ellos confieso que me hacen sentir la vergüenza de un particular descreimiento anual: así me ocurre con un granado que compré hace ya bastantes años y que aún no se ha dignado a ofrecerme flores, y mucho menos granadas. Ha habido una especie de desilusión desde el primer momento con respecto a él, después de ir, emocionada y nerviosa, vivero arriba, vivero abajo, siguiendo a una muchacha que de pronto agarró satisfecha una vara gris sin mayor aditamento que una doble horquilla en su parte superior. Mi granado, aquel fino tronco sin ramas ni hojas era mi granado... No sé qué esperaba en realidad, pero seguramente cualquier cosa menos aquella vara. Y al llegar la primavera me ha maravillado con su renacer de hojas, ahora mismo está en ello, con esa primera rojez que después se torna verde; para acabar con toda una sinfonía otoñal, de los ocres a los amarillos, antes de perderlas todas con los primeros vientos, y volver a su esencia de tronco desnudo. Es  cuando aparece, invariable hasta ahora, mi falta de fe: cada vez que veo esa vara desnuda anegada en lluvia, como sin vida bajo el frío de la noche y la escarcha de los amaneceres de invierno, me quedo con el convencimiento de que el granado ha pasado a mejor vida sin haberme concedido el placer de ver un día aparecer por entre las ramas y hojas una granada, que según he leído, aún pueden faltar años para ello. Y cada año, con la misma tozudez, vuelven las hojas a aparecer y el tronco abandona su desnudez, y es como asistir al milagro del granado, para recordarme que, por encima del descreimiento y más allá de la desconfianza, lo que ha de ocurrir, ocurrirá. Así que trataré de acordarme el próximo otoño, para esperar ilusionada mejores tiempos para la vara, perdón, quise escribir para el granado; y, esta vez sí, con el convencimiento de que se transformará en un precioso árbol que no tardará en darme la alegría de sus flores y frutos.