PLAZA MAYOR

Una sección de Francisco Arias
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NI SE COMPRA NI SE VENDE

Dice un refrán popular, un poco groseramente, por cierto, que “uno no es de donde nace, sino de donde pace”; lo de grosero lo digo por lo de pacer, ya que realmente éste es un término que se aplica al ganado, pero ya se sabe que los refranes se permiten algunas libertades con tal de encontrar la rima. Habría que entender, por lo tanto, que, cuando se dice el lugar “donde pace”, se hace referencia al sitio donde se tiene el trabajo, que es el que nos da de “pacer”, o mejor, de comer. Hecha la salvedad, este refrán, como casi todos, tiene gran parte de razón, en el sentido de que la ciudadanía de las personas está íntimamente ligada al lugar de su trabajo, en el que, generalmente, se vive y se establecen lazos afectivos y familiares, que, al fin y la postre, son más determinantes, en muchas ocasiones, que el lugar de nacimiento. Sin embargo, habría que aclarar, si queremos ser precisos, que la verdadera razón no sería el trabajo, sino la convivencia y los lazos afectivos, ya que el trabajo puede convertirse en una mera coyuntura, fastidiosa y atópica. Yo he conocido más de un caso de compañeros y compañeras que han estado varios años, incluso muchos años, trabajando en Baza y, al final, se fueron sin conocer nada de la ciudad (salvo el instituto, claro), ni un comercio, ni una calle, sin tan siquiera haber visto la Plaza Mayor. Vaya, que trabajaban en Baza, pero se iban a “pacer” a Granada. También es verdad que no es cuestión de descalificar a nadie; cada uno tiene su vida y sus circunstancias, y es libre de elegir las opciones que considere convenientes en cada momento.

Por eso, decía, que no se trata tanto de trabajar o pacer, como de convivir en el pleno sentido de la palabra; de relacionarse con la gente, de involucrarse y fundirse con el entorno físico y social. Los seres humanos tenemos una capacidad infinita de alimentar nuestro espíritu con la riqueza y la belleza que nos envuelve en cada lugar, al tiempo que vamos dejando algo de nosotros mismos, de nuestra propia alma en cada uno de los rincones en los que vivimos, si es que vivimos con la suficiente intensidad y generosidad. Por todo ello, creo que una buena regla para determinar nuestros orígenes sería decir que somos del lugar donde vivimos y de todos los lugares donde hemos vivido. Y nada importa que esos lugares sean múltiples y variados, ya que, lo verdaderamente interesante, es que los seres humanos tenemos la capacidad de ser de muchos sitios, y, de cuantos más sitios seamos, más rica será nuestra experiencia, nuestra sabiduría, nuestra personalidad, sin que esto entorpezca, para nada, la “denominación de origen”. No se trata de no tener raíces, que sería tan lamentable como inhumano; al contrario, lo positivo es echar y dejar raíces en cada una de nuestras estancias, y llevarnos los frutos correspondientes de cada una de ellas. Creo, en definitiva, que las personas podemos considerarnos naturales de todos aquellos pueblos y ciudades en los que hemos convivido y a los que de verdad queremos. Y como el querer, al igual que el saber, no ocupa lugar, tampoco me parece justo olvidarnos de la tierra donde nacimos, sobre todo, si ha sido importante para nosotros, porque allí vivieron nuestros padres o pasamos en ella parte de nuestra vida. En conclusión, que uno es de donde nace y de donde vive. Así al menos lo creo yo y, con arreglo a esa creencia, he intentado comportarme, con mayor o menor acierto por mi parte, en cada uno de los lugares a los que me ha conducido mi profesión.

Entre otros sitios, también tuve la suerte de trabajar y vivir durante algunos años en Cataluña, concretamente, en Barcelona. Se trataba de mi primer trabajo y para qué decirles la ilusión y satisfacción que inundó aquella etapa de mi vida. Mis vivencias catalanas fueron tan satisfactorias y tan intensas, a pesar de la brevedad, que necesariamente tenían que dejar una huella indeleble en mi persona. Así que, en lo más hondo de mi ser, guardo, con todo el cariño, la impronta y el hermoso recuerdo de Barcelona, de Cataluña y de su gente. Precisamente por eso, cuando surge la polémica de los nacionalismos exarcebados y altaneros, y se escuchan voces encrespadas e intransigentes, yo, desde mi rincón bastetano, he de confesar que me siento incapaz de sentir rabia o desprecio; lo que realmente siento es una gran tristeza; algo así como si mis recuerdos estuvieran amenazados; como si, injusta e innecesariamente, quisieran arrancarme mis valiosas vivencias catalanas. A lo mejor me comporto de una forma demasiado primaria y mis consideraciones son exageradas o erróneas. Después de todo, soy consciente de que, en mi caso, un profesor de aquí, en Cataluña y enseñando Lengua Española, tal vez no sea el mejor de los planteamientos.

Por supuesto que comprendo y defiendo que los catalanes luchen por sus intereses, y respeto totalmente todas las negociaciones, acuerdos y decisiones democráticas que se adopten. Lo que sea mejor para todos, bien venido sea. Al fin y al cabo, puede que el tema no tenga tanta importancia; una cosa son las palabras y las acepciones y otra, muy distinta, la esencia de las cosas. Además, está claro que, afortunadamente, los países, los pueblos y las ciudades, hoy por hoy, no tienen título de propiedad; al menos, no creo que nadie los pueda escriturar a su nombre, como ocurre con las fincas rústicas y urbanas. Así que, por muchos cambios que se promuevan, mis sentimientos y mis querencias no me los podrán cambiar nunca. Hay valores que están por encima todos los tratos y contratos; ya lo dice la canción: “el cariño verdadero, ni se compra ni se vende”.