PLAZA MAYOR

Una sección de Francisco Arias
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LA BESTIA HUMANA

Cuando las personas cometen alguna salvajada, rápidamente las calificamos de animales para valorar negativamente su actitud. Y con esa calificación, o descalificación, lo único que hacemos es ofender a los animales, pues ninguno de éstos es capaz de comportarse con la violencia gratuita y la atrocidad con que, en muchas ocasiones, se comportan los seres humanos. Por eso pienso que llamar animal a una mala persona es tan injusto como inapropiado. Hay muchas ocasiones en que habría que insultar a alguno llamándole simplemente “ser humano”; puede que, en realidad, sea esta la peor ofensa que se pueda aplicar a las personas.

Todas estas reflexiones me hacía yo, hace unos días, cuando veía la brutal paliza de unos soldados a unos niños. La nacionalidad de los soldados y de los niños no tiene, a mi parecer, demasiada importancia. En esos momentos, todos los soldados del mundo están golpeando a todos los niños del mundo. La historia de siempre, víctimas y verdugos. Y cada uno de nosotros debemos vernos reflejados e incluirnos en uno de estos dos grupos. No hay grupos intermedios; ni de observadores, ni de indiferentes, ni de ignorantes. Incluso podríamos ir más lejos y decir que, en ese momento, todos somos víctimas y verdugos.

Claro que, también es cierto, que, a pesar de la dureza de la escena, si pensamos con cierta frialdad (si es que ello es posible), el caso de estos niños apaleados no es más que una muestra de violencia menor, comparado con el tremendo sufrimiento y la crueldad de la guerra. Después de todo, los golpes, desde siempre, han rondado las cabezas y las espaldas de los niños. Quede claro que con esto no quiero justificar nada ni molestar a nadie, pero no tenemos que irnos muy lejos para comprobar lo que digo, eso sí, salvando lógicas e importantes diferencias; basta con alejarnos unos cuantos años, a los tiempos en que los palos se consideraban pedagógicos y a cualquier chaval le caía una paliza en su casa en menos que cantaba un gallo por un simple “niño, qué te tengo dicho”. Bueno, si serían pedagógicos los palos, que muchos educadores los incluían asiduamente en sus programaciones didácticas, siguiendo el edificante axioma de “la letra, con sangre entra”. Con todo mi respeto y cariño a la profesión, yo recuerdo cómo los niños hacíamos valoraciones de los maestros y decíamos que don Fulano era bueno porque no pegaba, mientras que don Mengano no era buen maestro porque pegaba mucho. Lógicamente, metidos en nuestra piel infantil, nos olvidábamos de los resultados académicos y condicionábamos la profesionalidad de los docentes a la cantidad y a la intensidad de los mamporros que soltaban. Afortunadamente, estos son tiempos pasados en lo que a las tareas educativas se refiere; aunque, por desgracia, podemos comprobar que, en otros ámbitos, como es el caso de estos soldados, constantemente encontramos ejemplos que demuestran la gran aficiónde las personas a liberar tensiones poniendo las manos sobre los semejantes, sobre todo, si los semejantes son más débiles. Y eso, a pesar de que esta paliza bélica, aun tratándose de un hecho totalmente reprobable y despreciable, no es más que una barbaridad de las de andar por casa, como he dicho anteriormente, comparada con los demás horrores de la guerra: torturas, violaciones, asesinatos, y, especialmente, los miles de muertos, militares y civiles, que caen en la contienda y manchan para siempre con su sangre las páginas de la Historia.

El caso es que, al final, va a resultar que el filósofo inglés Thomas Hobbes tenía razón cuando, con una total desconfianza hacia la especie humana, decía “homo homini lupus”, o lo que es lo mismo, “el hombre es un lobo para el hombre”; esta afirmación del pesimista Hobbes nace del convencimiento materialista de que los seres humanos sólo nos movemos por el deseo y el miedo y que, cuando se pierde el miedo, no hay quién nos controle. Es como si la malaleche que todos llevamos dentro estuviese más o menos retenida por el miedo a las consecuencias de nuestros actos; por el miedo a lo que nos pueda suceder a nosotros mismos, por el miedo al castigo, a las convenciones sociales, etc. Vaya que la bestia humana está controlada por las bridas que la propia sociedad establece como normas indispensables para medio poder convivir. Pero, ¡ay, amigo!, cuando las bridas se rompen, como ocurre en determinados momentos de conflicto, de ofuscación, de tensión nerviosa, y como ocurre, de una manera especialmente brutal y terrible, en las guerras, la bestia se desboca, y las personas se muestran tal como son, sin frenos ni tapujos, con toda la crueldad y la violencia que les permiten sus oscuras entrañas, y muestran un comportamiento que, en otras circunstancias, nadie podría imaginar.

Seguramente que algo de eso sí que hay, pero qué quieren ustedes que les diga, personalmente espero que no siempre sea así. Creo y quiero creer que tenemos otros principios más elevados que el deseo y el miedo, y estoy convencido de que existen muchos seres humanos incapaces de actuar de esa forma tan depravada, por más que los provoquen, por más tensiones que sufran, por más que pierdan el miedo y se sientan liberados de todas las trabas y convenciones sociales. Necesito creer que las bestias humanas son sólo casos aislados y que la mayoría de las personas son capaces de controlar las más bajas tendencias y de salvar y mantener intacta la dignidad del ser humano. Y, por supuesto, no puedo estar de acuerdo con el filósofo Hobbes, entre otras cosas, porque tengo muy claro que llamar lobo al hombre es ofender a los lobos.

De todos modos, también es posible que haya demasiadas personas, puede que más de las que yo me imagino, a las que no les importe mucho la dignidad; así que, por si sí o por si no, háganme caso: es conveniente que nos andemos con cuidado y que no le demos demasiadas oportunidades a la bestia humana.