PLAZA MAYOR

Una sección de Francisco Arias
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PLAZA MAYOR

Pues éste es el caso que, en esta serie de artículos, a la que, para que resultase más cercana a todos nosotros, quise llamarla “PLAZA MAYOR”, nunca había dedicado uno de ellos a este entrañable rincón bastetano, que por su valor, por su historia, y por el nombre que presta a este sencillo espacio de opinión, es de justicia que le dediquemos uno de nuestros artículos. Y, por fin, ha llegado la hora de saldar esta deuda pendiente; así que el artículo de PLAZA MAYOR de esta semana se llama así, “La Plaza Mayor”, y que valga y se disculpe la redundancia.

El hecho es que el domingo pasado, por la mañana, con motivo de un concierto de la Banda de Música, me di una vuelta por nuestra querida Plaza Mayor, encrucijada y alma de los caminos y de los sentimientos bastetanos, y tengo que confesar que el ambiente me transmitió sensaciones muy positivas.

Estaba la mañana radiante y un numeroso público se agrupaba cómodamente bajo las gratas sombras de la plaza, salvo algunas parejas, con pinta de extranjeros, que aguantaban estoicamente los rayos del sol y hacían algunas fotos. La Plaza Mayor lucía espléndida, con su belleza secular y asimétrica, que tantas veces nos pasa desapercibida a los bastetanos y que, tantas veces también, nos la hacen ver los que vienen de fuera. Y no se trata de una apreciación gratuita; verdaderamente nuestra plaza principal tiene un singular encanto, con un trazado desigual y una llamativa diversidad arquitectónica que le confieren un carácter sencillo y noble, abierto y muy acogedor, convirtiéndose así en un claro exponente del alma bastetana.

Sonaba agradable la música, apagando el gorjeo del agua y la alegría bulliciosa de los más pequeños. Al pasar junto a la fuente, el olor a primavera y a los bojes húmedos me trasportaron a muchos años atrás, cuando la Plaza Mayor era, más que nunca, el corazón de Baza, y en ella se concentraban la mayoría de acontecimientos, actos y fiestas. Rememoré cuando, de niños, correteábamos y jugábamos bajo sus inmensos árboles, y recordé aquellos antiguos bancos de cemento, con un respaldo y asientos a ambos lados, y las carteleras del cine, de doble cara, una para el Ideal y otra para el Dengra, con la sesión “fémina” de los miércoles, y el caracoleo de la flautilla del afilador, al pie de la escalinata, junto al edificio que entonces era instituto y ahora es ayuntamiento, y el sempiterno aroma a los bojes húmedos de los jardines de la fuente… Recordé, también, una de nuestras travesuras preferidas: como el mercado semanal se instalaba en la Plaza Mayor, y las mujeres usaban por entonces aquellos chales negros de lana, de largos flecos, nosotros, en los miércoles invernales, nos divertíamos atando los flecos de unos chales con otros mientras sus dueñas se agrupaban en los puestos. Cuando éstas se disponían a marcharse se encontraban atadas unas con otras o caían los chales en cadenas de tres, cinco y hasta ocho, según la afluencia de compradoras y el tiempo de que habíamos dispuesto. A veces les costaba soltar los nudos del chal pues, con los tirones, se habían apretado. Las mujeres, como es natural, se enfadaban mucho, nos decían de todo y nos amenazaban, pero cualquiera nos pillaba a nosotros.

Seguía yo concentrado en estas historias, y ponderando los siglos de vida, de ilusiones, de tristezas y esperanzas que atesora para siempre cada uno de los perfiles, de los rincones, de las huellas del pasado de nuestra plaza. De pronto, unos zambombazos me despertaron de mi ensimismamiento. No, no procedían de la Banda de Música, sino de un grupo de zagalones que jugaban al fútbol y daban tremendos balonazos en los bajos de la iglesia Mayor. Me di cuenta de que entre los futbolistas y otros que paseaban en bicicleta, se hacía muy difícil el paso a las personas que accedían a la plaza por la necesaria, pero horrorosa rampa de la esquina de la torre, pues tenían que resguardarse de los terribles balonazos y, al tiempo, evitar ser atropellados por algún ciclista. De verdad, ¿no habría alguna forma de evitar estas cosas? Ciertamente los juegos de los zagalones no encajaban en la armoniosa tranquilidad de la mañana y eran como un borrón en aquella idílica estampa.

En fin, me di cuenta de que la dicha nunca es completa. Siempre hay aspectos negativos que distorsionan y empañan la calidad de los mejores momentos. Luego, cuando me marchaba, reparé en el destrozado pavimento de algunas zonas de la plaza y, sobre todo, de la escalinata de junto al Casino, que no parece sino que hubiera pasado por allí un desfile de carros de combate, y tuve que anotar una nueva desilusión entre los encantos de aquella mañana.

La verdad es que estos detalles no lograron oscurecer la sensación de belleza y optimismo que disfruté en la Plaza Mayor. Al fin y al cabo, esas notas de abandono y de poca preocupación por los detalles son también imprescindibles si, de verdad, esperamos que nuestra querida Plaza Mayor sea una auténtica representación del alma bastetana.