PLAZA MAYOR

Una sección de Francisco Arias
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DIGNIDAD

De siempre se ha dicho que el dinero no da la felicidad, pero yo creo que eso se lo han inventado los ricos para que los pobres se conformen y no codicien las riquezas que ellos poseen. De otro modo, no es posible que la gente se afane de esa manera, pierda la cabeza, la vergüenza, y todo lo que haya que perder, por un puñado de euros. De todos modos, a mí me parece que lo verdaderamente justo sería que eso de que el dinero no da la felicidad lo pudiera comprobar personalmente todo el mundo. No sé a ustedes, pero a mí me gustaría que me tocara una primitiva o un cuponazo, para comprobarlo. Yo creo que, si el dinero no proporciona la felicidad, por lo menos tiene que dar muchas pistas, o como decía alguien el otro día: no da la felicidad, pero quita los nervios.

Pues, seguramente por eso es por lo que andan todos en busca de algún golpe de fortuna que los saque de la pobre vulgaridad y los haga ricos y cresos, aunque tengan que sufrir un poquito pues, como decía aquel infame folletín, “los ricos también lloran”, y así será, pero llorarán poco, que los duelos con pan son menos.

Por supuesto, no me parece mal que las personas busquen una mejor posición y una buena cuenta corriente. Lo malo del caso es que siguiendo los cauces ordinarios es bastante difícil hacerse ricos, a no ser que se tenga muchísima suerte; además, el trabajo excesivo puede perjudicar gravemente a la salud; así que hay mucha gente que se inclina por el camino más corto, o lo que es lo mismo, por el dinero sucio, que es mucho más rápido y más abundante. Y como, por otra parte, nos estamos acostumbrando a que todo vale, y a no ver mucha diferencia entre lo sucio y lo limpio, pues a ver quien se va a poner a hacerle ascos a cualquier chanchullo, ilegalidad, golpe de mano o pelotazo inmobiliario que se cotice como Dios manda, o mejor dicho, que se cotice todo lo contrario a como Dios manda. Y por si faltaba algo, en medio de toda esta confusión, tenemos que aguantar el nefasto machaconeo de los profesionales del cotilleo, que nos bombardean desde los medios de comunicación con sus falsas e histéricas lecciones de moralidad, pregonando, con grandes dosis de cinismo, el mercadillo permanente de los chismorreos más indignos, sobre la vida y sobre la muerte. Que quede claro que mi intención no es ponerme en el cuarto de la salud ni dar lecciones a nadie; sin embargo, no está de más el reflexionar sobre estos asuntos, que deben preocuparnos, especialmente, a los padres y a los educadores, ya que cada día resulta más difícil inculcar buenos principios en nuestros niños y adolescentes. Y lo que es mucho peor, el escepticismo comienza a hacer mella en los más jóvenes y muchos de ellos empiezan a preguntarse para qué sirven los buenos principios.

En mi opinión, el principal problema reside en que la mayoría de los valores éticos de nuestra sociedad estaban y están sustentados en principios religiosos. Y con la irreligiosidad imperante en el mundo de hoy, se han desechado, con demasiada prisa, gran parte de esos principios, sin ofrecer previamente unos valores alternativos, suficientemente claros y profundos, con los que mantener un mínimo entramado moral que sirva de referencia y apoyo a la sociedad actual. No entro a valorar aquí este proceso de irreligiosidad; unos dirán que se es un hecho normal, signo de modernidad, de libertad y de progreso. Otros pensarán que se trata de un gravísimo error del que ya tendríamos que estar arrepentidos. Tampoco sabemos si se tratará de un movimiento pendular, de los de ida y vuelta, o de un proceso sin marcha atrás. Lo que está claro es que, de alguna forma, el ser humano necesita encauzar sus propios apetitos e inclinaciones dentro de un orden y de unas normas. Y también se necesita, cuando llega el caso, una mano dura para aquellos que se saltan las normas a la torera.

Por supuesto que cada uno es muy libre de pensar lo que quiera y de organizar su vida según los principios que considere oportunos. Pero ha de quedar muy claro que los principios son imprescindibles. Si no es así, a ver quién organiza este cotarro, en el que cada vez parece que hay más gente que no cree que haya un Dios que lo ve todo y que toma nota de todo lo bueno y lo malo que hacemos y pensamos; a ver quién va a ser capaz, dentro de un tiempo, de distinguir y valorar la bondad, la honestidad, la dignidad. Miren, si no, cómo ya casi nadie se extraña de que aparezcan esas tramas canallescas como la de Marbella. Al contrario, estamos seguros de que tramas como esa las hay a porrillo, esperando a que alguien tire de las correspondientes mantas. Lo que les digo, al final termina uno por acostumbrarse a todo, incluso a la porquería.

Y entre unas cosas y otras, a ver qué les decimos a nuestros niños y jóvenes. Cómo nos las ingeniamos para que sean capaces de comprender que nuestros actos son buenos o malos, dignos o indignos, en sí mismos considerados, aunque nadie se entere jamás de lo que hacemos. Complicada tarea ésta, sin duda. A veces pienso que lo peor no va a ser que ellos pregunten para qué valen los buenos principios, sino que nosotros no vamos a saber qué contestarles.