PLAZA MAYOR

Una sección de Francisco Arias
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DEMASIADO RUIDO

         Hace ya algunos meses que un grupo de jóvenes se juntan frente a mi casa los viernes y los sábados, hasta altas horas de la noche, en una especie de minibotellón. La verdad es que a mí no me molestan, especialmente si me dejan dormir. Y así ha sucedido hasta ahora, pero con la llegada del buen tiempo, aumenta el número de jóvenes congregados y, como arrecia el calor, ya no se atrancan las ventanas como en invierno, así que los ruidos de la calle se te cuelan por todos sitios. Me parece bien que los jóvenes se diviertan y que se reúnan a beber o a charlar en las noches del fin de semana, pero ¿por qué serán tan ruidosos? ¿No pueden hablar y reír con un poco de moderación, sobre todo, sabiendo que molestan a los demás? Pues no, tiene que ser hablar a grito pelado y soltar esas escandalosas carcajadas que más que reír parece que lo que intentan es provocar. Y cuando se les acaba la conversación y la risa, para romper el silencio, sueltan uno de esos tremendos eructos ofensivos, con los que intentan parecer graciosos, y vuelta a empezar.

         Es curioso que los niños y jóvenes de ahora tengan esa predilección por el ruido. La música no la disfrutan si no la ponen a reventar, las motos son mejores si hacen mucho ruido, y hablan como si ellos o los demás fuesen sordos. A lo mejor son cosas de la edad, que hace que se vuelva uno más delicado, pero continuamente me sorprendo cuando los alumnos entran o salen de clase, o están en el recreo, y da la impresión de que celebran un concurso de gritos: se llaman desde una esquina del patio a la otra, y discuten con tanta fuerza que cualquiera les daría la razón con tal de no escucharlos. A veces intento hacerles comprender y les explico que, a no ser por necesidad, llamarse a voces es de mala educación y que no hace falta chillar tanto para hablar, pero ellos me miran extrañadísimos, dejando ver que no entienden ni una palabra de lo que les digo. Y no es que éstos sean malos chavales, al contrario; para nada me refiero yo ahora a esos desalmados que a las tres de la mañana pasan y vuelven a pasar con la moto intencionada y terriblemente  ruidosa; o se detienen con el coche abierto y la música a todo trapo, como diciendo: “Aquí estoy yo, pringaos, y aquí no duerme nadie”. Y el coche da saltos de la potencia del sonido, que no sé de dónde sacarán los vatios. Pues, no, no me refiero a estos hijos de su madre que, al fin y al cabo, siguen la norma general y utilizan el ruido para agredir y provocar a los demás. Me refiero, en este caso, a chavales y chavalas normales, que prácticamente todos son muy buena gente; sólo que gritan demasiado, que se han acostumbrado a vivir con el ruido y no son capaces de comprender ni de valorar el silencio. En algunas ocasiones, estando en clase, se les permite a los alumnos hacer algunos trabajos o ejercicios en grupo; es insoportable lo fuerte que hablan. Uno trata de recomendarles que hablen en voz baja, que molestan a las clases vecinas, y se les explica que pueden hablar susurrando, igual que se habla en las iglesias; pero lo del susurro no lo entienden y, mucho menos, creo yo, lo de las iglesias.

         Y es que esta sociedad nuestra está inmersa en el ruido, y está abocada al estrépito. Y ese ruido al que me refiero nada tiene que ver con los sonidos, que por lo general son agradables, como la buena música, una voz dulce, el canto de la naturaleza…, sonidos placenteros que, en la mayoría de las ocasiones, pasan desapercibidos, ahogados por la vorágine ruidosa. Hoy todo el mundo habla y grita,  y casi nadie escucha. Las diversiones siempre se materializan con ruidos casi insoportables. Piensen en las fiestas, en las discotecas, en los pubes…, casi en ningún sitio se puede hablar: sólo beber, bailar y gritar. Y no es que yo esté en contra de las fiestas, pero sí estoy contra los decibelios excesivos, que no te dejan comunicarte, e incluso, que no te dejan disfrutar de la música. Y la verdad es que los ruidos obstaculizan muchas dimensiones del alma humana. No podemos olvidar que los pensamientos son silenciosos, que el silencio invita a la introspección y a encontrarnos con nosotros mismos. No es en vano que las discusiones y las peleas, síntomas inequívocos de incomunicación, se salden a gritos, y que exista la tendencia a pensar que el que más grita es el que lleva la razón. Intentamos imponernos, hacernos ver, dejar nuestra impronta personal, vivir y disfrutar, a base de ruidos. Posiblemente el ruido desmedido nos empuja a vivir hacia lo externo, a estar de continuo en lo concreto y en lo superficial, y nos vuelve más irreflexivos, menos profundos y menos espirituales; pero así están las cosas. Vaya, que, dada la situación, yo supongo que los trapenses, esos monjes que, según dicen, hacen voto de silencio, deben de estar en cuadro. 

         Bueno, discúlpenme si mis apreciaciones les parecen un poco exageradas; no obstante, yo creo que si las cosas siguen así, y sobre todo, si van a más, tendremos que resignarnos o colocarnos unos buenos tapones en los oídos para poder pensar en nuestros asuntos y escapar de la tiranía del ruido. Pero en fin, ya se sabe, los que viven tanto hacia fuera generalmente suelen tener muy poco por dentro. Como decía Shakespeare: “Mucho ruido y pocas nueces”.