PLAZA MAYOR

Una sección de Francisco Arias
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LA TIRANÍA DE LAS LEYES

        Hemos asistido, con extrañeza y gran alarma social, a la puesta en libertad del llamado violador del Valle Hebrón. Y ello porque este delincuente, según la opinión de todos los profesionales que lo han tratado, es un violador muy peligroso sin rehabilitar y, por lo tanto, lo más probable es que vuelva a las andadas. Y, al parecer, una de las soluciones que se pueden aplicar en este tipo de casos es la mal llamada “castración química”, algo que podríamos definir como la “contraviagra”, para entendernos; pero en España esta medida no está permitida por la ley. Por otra parte, la vigilancia que se le va a aplicar a este excarcelado tampoco puede ser excesiva porque la ley obliga a respetar el derecho a la intimidad, incluso en estos casos.

         La cuestión es que todos, tanto psicólogos y juristas como la opinión pública en general, están de acuerdo en que no se debería excarcelar a este hombre que, por cierto, tenía 311 años de cárcel de los que ha cumplido 16; pero la ley obliga a soltarlo. Y, además, no se le pueden aplicar ciertas medidas de seguridad porque no lo permite la ley… ¡Pues vaya pamplina de leyes! ¿Para qué se supone que están, para ayudar a la sociedad o para fastidiarnos a todos?

         Es verdad que uno no entiende mucho de estos temas, pero precisamente por eso, porque la ignorancia es atrevida, al hilo de todas estas cosas a mi se me ocurren algunas consideraciones. La primera es hacerme una pregunta: ¿Porqué se molestan los jueces en dictar sentencias de cientos o de miles de años de prisión si lo máximo que una persona puede estar en la cárcel son treinta años, y, más aún, sabiendo, que, con toda seguridad, antes de los veinte estará en la calle? A mí eso me parece un engaño social y, sobre todo, una burla para las víctimas de los malhechores. ¿No sería posible aplicar los años de una manera realista y que cinco años, diez, treinta, o cuarenta, o los que hicieran falta, se cumplieran de verdad en su totalidad? ¿Para qué ese paripé de trescientos años, o de miles de años? Recuerdo que cuando yo era muy joven y entendía de esto todavía menos que ahora, me preguntaba: “¿Para qué  pondrán quinientos años de cárcel?... ¿quién va a vivir quinientos años?...” Y para mis adentros imaginaba yo que ese tipo de sentencias, de cientos de años, equivalían a cadena perpetua. Hoy, que sólo sé un poco más, he encontrado, al menos para mis adentros, una respuesta: esas sentencias de cientos o de miles de años sirven para eso: ¡para nada! Está claro que los asesinos, los violadores, los delincuentes en general, por muchos años de prisión que les caigan, a los dieciséis o dieciocho años, si no antes, están en la calle.

         Y todo ello porque según las leyes no se puede hacer otra cosa. Pero, bueno, ¿quién hace las leyes? La verdad es que, a la vista de este tipo de acontecimientos, no parece sino que las leyes nos vienen impuestas por seres superiores, o de que son fenómenos naturales y no tenemos más remedio que tragárnoslas. Es cierto que, aunque uno no sepa demasiado, es fácil de comprender que las leyes no se pueden cambiar cada dos por tres, y que han de tener una pervivencia razonable para asegurar la seriedad y la estabilidad del sistema legal. Pero, hombre, hasta cierto punto; miren como en otros ámbitos, como por ejemplo, la ley antitabaco, el carné de conducir por puntos, y otros temas tan fundamentales como las nacionalidades, y todas esas cosas, se cambia de la noche a la mañana y se legisla con rapidez. ¿Por qué no se hace igual en estos casos en que todas las circunstancias están pidiendo a gritos una reforma legal urgente?

         La Audiencia de Barcelona argumenta, seguramente con razón, que prolongar la prisión del violador del Valle Hebrón sería un acto inconstitucional, aun sabiendo que es muy probable que vuelva a violar. Pues entonces está claro que, al menos en este caso, las leyes no son las adecuadas, porque digo yo que la Constitución también tendrá que preocuparse de las víctimas. En teoría, aceptamos que las leyes nos protegen a todos, pero hay algunas que se han quedado obsoletas y ya no son eficaces en las actuales circunstancias sociales, y, por lo tanto, en lugar de ayudar, lo que hacen es entorpecer e impedir una más lógica y correcta aplicación de la justicia.
Es normal que en estos casos la sociedad tenga miedo y que, cuando el peligro está muy cercano, como es el caso de Iznalloz, se produzca una alarma inusitada, que puede llegar a provocar reacciones virulentas e incluso actitudes antisociales e intolerantes. Y es que por mucho que nos pongamos en el lugar del violador, que se encuentra perdido, desarraigado y rechazado, resulta más que comprensible que la gente se incline más a comprender a aquellos que intentan impedir que sus mujeres o sus hijas  cualquier día sufran una violación; o, incluso, les ocurra algo todavía peor, ya que para no ser apresado de nuevo, el violador podría intentar callar para siempre la boca de sus posibles víctimas.

         Personalmente, estoy en contra de la pena de muerte, pero soy partidario de la cadena perpetua para este tipo de psicópatas, asesinos y violadores, cuya rehabilitación, por lo general, resulta imposible. O por lo menos, que treinta o cuarenta años fueran de verdad treinta o cuarenta años; vaya, los años suficientes para que, cuando saliera a la calle un violador, no le sirvieran de nada ni la viagra ni la “contraviagra”. Y, por supuesto, todo esto lo digo con una total comprensión hacia estos delincuentes que, lógicamente, necesitan y merecen atención y ayuda, y que, en muchos casos, son conscientes de que no serán capaces de controlar sus impulsos y ellos mismos solicitan que se les apliquen algunas de esas medidas excepcionales que, hoy por hoy, la ley no permite.
Pues nada, a ver cuando se lleva a cabo, en definitiva, una reforma del Código Penal, que elimine tantas trabas e impedimentos, y que acabe, al ser posible, con esta extraña e incongruente tiranía de las leyes.