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Una sección de Sebastián Manuel Gallego Morales

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PALOMAS

(Artículo publicado en el antiguo Boletín de Noticias de junio de 2008)

Uno de los más gratos recuerdos de mi niñez, es el de la cría de palomas. En la casa en que vivían mis padres (Cava-Alta, numero 28), en su parte superior, había unas solanas que daban a una terraza inclinada. A un lado estaba el patio de Julia Miras y, a otro, la casa del Botero. Antes de llegar a la terraza en la que se había construido un corral de gallinas, había una pequeña habitación, por la que se comunicaba a este gallinero. Sobre el mismo se había puesto un portón, para las palomas que criaba mi hermano Antonio. Aparte de ser una afición, era también una pequeña fuente de ingresos, que luego me trasladó, con lo que no teníamos que pedir dinero a nuestros padres.

El portón tenia una cuerda y se vigilaba desde la habitación, por si llegaba algún macho “robón” acompañado de hembras. Tenía varios y se les conocía por el color con que les había pintado las alas, por abajo. Se les conocía en pleno vuelo. Así estaban el  “Plata”, el “Rojo” y el “Verde”.

Seguíamos sus vuelos desde la placeta y corríamos nosotros a la solana, para cerrar el portón, si llegaba acompañado. En los mercados, vendíamos las cuatro o cinco que habían caído. Ese dinerillo nos servía para comprar el trigo malo, el panizo o los granzones y, sobre todo, para ir al cine y  tomar un helado o “chambi”, como decíamos antes.

Eran también criadores de palomas, y tenían machos robones en la zona, los hermanos Manolo y Gabriel Manzano, que vivían al fondo de la calle Perona Alta, cruce con la de Humilladero. Pero nunca tuvieron problemas con nosotros, pues había un pacto de honor y, si una paloma suya caía en nuestro poder o una nuestra en el suyo, en minutos se intercambiaban, pues siempre estaban marcadas.

Las más grandes eran las  Buchonas o Murcianas, que nos embelesaban con sus arrumacos, las Zuritas, las Culipavas y las Calzadas o las Reales. Cada paloma tiene su impronta, su imagen y su encanto.

Cuando mi hermano Antonio fue encontrando trabajo, este pequeño negocio pasó a mí, como otra fuente de ingresos, aparte de la que ya tenía de leer las cartas de los emigrados a sus madres y que me había logrado Juanito el Zapatero, de la calle Jazmín. Puedo decir que siempre tenía algún dinerillo y que incluso llegue a ahorrar algo, hasta que llegaba la Feria y, mi afición por los teatros, sobre todo al que se ponía en la Cava-Alta, llamado “Compañía de Teatro y Comedia”, me vaciaba los bolsillos. Y es que tenía en repertorio las obras de los clásicos. De aquí también salía el poder ver los sábados o domingos el cine, y repetir cuando eran las de Fumachú. ¿Quién de mis tiempos no recuerda la trilogía:1.- Fumanchú ataca, 2.- La venganza del Si-Fan y 3.- La derrota de Fumanchú? Formidables. Algo así como el Indiana Jones de los tiempos actuales, pero con más trampas, como buena película de chinos.

Solía ir, con mi hermano, a buscar los granzones que salían de la limpia del trigo en las zarandas de los molinos, pues el trigo caía al fondo y los granzones quedaban en alto y se recogían por el otro lado del cedazo perforado. Unas veces nos los regalaban y otras teníamos que pagar un poco, pero casi nada. A veces otro criador de palomas había llegado antes y a esperar.

Así conocí los molinos harineros de la Calle Zapatería (Andrés Férez), de la calle Tenerías (Francisco Quesada), los de la Calle del Agua (Alfonso y el Marqués) y el de Buenavista. Sabíamos que había otros como el del Baíco, el de el Quemado, el de Paco Casildo, el del Molinero Río, pero nunca fuimos tan lejos a por los granzones.

Al que sí fuimos una vez ,y podemos decir con lenguaje de hoy que “a una hora políticamente incorrecta“, fue al Molino de la Ribera. Y es que se nos ocurrió ir un domingo en pleno mes de agosto. Llegamos sobre las cinco de la tarde. El molino estaba andando y no había nadie a la vista, así que, después de estar un rato esperando, oímos voces de hombre y mujer que se reían, al fondo del molino. Mi hermano Antonio  preguntó " ¿Hay gente?", y nadie nos contestó. Al poco volvió a repetir "¿Hay gente?". Y vimos salir al molinero, en calzoncillos y con la correa en la mano, diciendo "¡¡Sí¡¡ hay gente y estaba haciendo mas gente, y a vosotros os voy a dar unos correazos que os vais a acordar toda vuestra vida" Salimos corriendo y sólo paramos al llegar a la vía del tren. Decidimos no aparecer nunca más por aquel molino.