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Una sección de Sebastián Manuel Gallego Morales

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ADRIÁN MARTÍNEZ COLLADOS, EL ÚLTIMO "LIMPIABOTAS"

Artículo publicado en la sección Semblanzas Bastetanas de la publicación El Norte, en la segunda quincena de marzo de 2008

No hace mucho tiempo, con motivo de encontrar en el pasillo de un hotel una máquina "lustra zapatos" para uso de los clientes, me vino a la memoria un profesional, con cuyo fallecimiento se terminó en nuestra ciudad, la estampa de aquellos betuneros, limpiabotas, lustrazapatos, o simplemente “limpias”, como le llamábamos comúnmente.

Me acordé de un buen hombre, Adrián Martínez Collados, a quien todos conocíamos por su apodo de “Pilolo”. Era todo un profesional, pues este era su trabajo desde siempre: la limpieza y abrillantamiento de botas y zapatos. Y como buen profesional procuraba dejar al personal satisfecho de su buen y esmerado trabajo.

Su radio de acción, era muy limitado, Café Comercial y Casino Bastetano, dos entidades de solera colindantes en la Plaza Mayor de esta ciudad.

Sólo en los fríos días de invierno o de lluvia, se adentraba en el Café Comercial, o en el Casino; siempre lo hacía cuando se lo pedía algún cliente, nunca se adentraba en territorio de otros, pues en aquellos días había más “limpias” en nuestra ciudad.

Adrián Martínez Collados, "Pilolo"
Honesto en su profesión, nunca tuvo problema alguno con la clientela a la hora de “los honorarios profesionales”. Sí que tenia buenos dichos para acallar a quienes opinaban sobre los precios. Se recuerda la contestación que le dio a un cliente, a quien después de prestarle un esmerado servicio, y dejarle los zapatos “que ni de estreno”, le pidió doscientas pesetas; el cliente le dijo con voz destemplada, “pues en Cataluña, me cobran solo cien”, a lo que Adrián, humildemente, contestó: “Pues si yo cobro por un servicio 200 pesetas y mire como vivo, cómo vivirá mi compañero de Barcelona, si solo cobra 100 por el servicio”, (según comentario de Pepe Langa).
Tenía un color de cara amoratado, un tono parecido al de sus hábiles manos; y es que  la pintura, el betún, se le había impregnado en todos los poros de sus manos y en toda su  piel, y no por falta de aseo, sino por una incrustación, lenta pero continuada, de los componentes químicos de los productos que usaba, buenas cremas y buenos tintes, que acabaron por dar el mismo color y lustre a su traje de trabajo diario. Aplicando el betún sobre el zapato

Sentado sobre su pequeño taburete, un día tras otro, esperando que algún cliente sentándose en las butacas de hierro a la puerta del Casino le requiriera el servicio de “limpia”. Tenía unos ingresos casi fijos semanalmente en los zapatos de las señoritas y señoras, que los mandaban los días antes de fiesta a que les diera lustre; también esos días recibía los de los caballeros que tenían varios pares de zapatos o botas en casa, pero estos preferían la limpieza en el Casino o en el Café, pues era casi un acto social.

Terminada la mañana, ya sabía lo que el día le había dado de sí por su profesión, y entonces empezaba un recorrido por los bares de la ciudad, con su segunda actividad, revendiendo lotería de la Administración de “Almela”, que le facilitaba números.

Imagen típica de un limpiabotas desarrollando su trabajo en plena calle Tenía clientes fijos, que se jugaban números fijos. De uno de ellos, Manolo Martínez,  escuché esta anécdota: “Me traía siempre al taller el número 10.813y, un día, después de dejarme el número, se vuelve desde la puerta y me dice: ‘Dámelo, lo vamos a cambiar por este otro, a ver si alguna vez te toca algo’. Pero resulta que aquella vez el agraciado lo fue el que yo siempre había jugado. Mira si me acuerdo del “Pilolo” y del año en que esto me pasó. Fue el año 1969. Ni “el Pilolo”, ni el número, ni el año, se me olvidarán en la vida. Como tampoco se me olvidarán las felicitaciones de los amigos que creían que, esta vez, me había tocado la lotería.  

Aparte de las anécdotas, de las que me han contado bastantes, recordamos a “Adrián, el último limpiabotas de nuestra ciudad” por su paciencia esperando clientes ante la puertas del Café o del Casino, su caja llena de “cepillos, cremas, betunes, tintes y trapos”, su eterno cigarro en la comisura de los labios, y su venta de lotería como ingreso extra de su profesión.

Falleció a los 73 años. Había estado casado con Amelia Mena Gabarrón, con la que tuvo un solo hijo, Francisco Javier, que deambula por nuestra ciudad, con el apodo con el que conocimos a su padre.