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Una sección de Sebastián Manuel Gallego Morales

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MONAGUILLOS

Artículo publicado en el desaparecido Boletín de Noticias que editaba el Ayuntamiento bastetano, dentro del apartado "Imágenes y Recuerdos", en septiembre de 2004

Mis años como monaguillo fueron pocos, pero intensos, guardo muy buenos recuerdos de mis amigos y de D. Andrés Cabrerizo, hombre serio, buen sacerdote, cumplidor y, sobre todo, buen pagador, pues tenía una parroquia de lo menos generosa que se puede uno imaginar. Había muchos, pero muchos días, en los que al pasar el cepillo, la feligresía no dejaba ni para abonar a los monaguillos que ayudábamos en la Santa Misa.

Él mismo nos había estipulado diez céntimos el día ordinario y 20 cts. los domingos y festivos, la misma cantidad en los entierros y en las bodas o bautizos. Los monaguillos siempre decíamos que la proximidad de la Iglesia de la Merced, donde estaba la Virgen de la Piedad, quitaba feligresía a San Juan, sobre todo en las bodas. Eran unos años en los que se celebraban pocas bodas. Los novios, una vez obtenido el consenso familiar a sus relaciones, hacían lo que se decía “llevarse a la novia, o irse con el novio” y, días después se les echaban las bendiciones a la nueva pareja, pero ya sin bombo ni platillo.

Lo del convite –no celebrado- los padres se lo daban en algo de muebles, dormitorio y sala de estar, generalmente. Ni que decir tiene que lo que nos daban los padrinos de las bodas o bautizos no entraba a la parroquia, sino a nuestros bolsillos.

Claro que, tampoco era una iglesia muy atractiva, después del periodo de incautación entre los años 1936 y 1939, en los que se había instalado en ella la Cooperativa Maderera, le habían dejado a D. Felipe Mérida (sacerdote que antecedió a D. Andrés) una nave, sin imágenes, toda encalada, con grietas sobre el altar mayor, goterones en su parte izquierda, sin campanas, una puerta principal que se caía y una lateral, sujeta con tablones y puntillas, y la subida a la torre era peligrosa, y subir al coro una temeridad.

Como boda, la mejor fue una de gitanos que se inició a las cinco de la tarde y empezó la fiesta en la iglesia, y como D. Andrés nos dijo que intentáramos hacerles salir a la puerta, así lo hicieron; pero a las tantas de la noche seguían en la puerta de la iglesia con la fiesta. Fue la primera vez que bebimos aguardiente a “morro”, directamente de la botella.

De entierros hubo muchos, pero el que recuerdo lo estábamos esperando a la puerta de la iglesia y apareció el cadáver acompañado de la Banda de Música Municipal. Tras el responso, se inició el cortejo fúnebre hacia la ermita de San Sebastián, adonde se despedía el duelo y, mientras la parroquia regresaba a la Iglesia, el cortejo que acompañaba al fallecido seguía hacia el cementerio. La misa de difuntos se decía unos días después, generalmente a la semana siguiente.

Para cerrar este breve recuerdo, citaré como una señora que vivía en un caserón llamado el Cuartel, en la calle del Cáliz, había quedado viuda. A los pocos días pasó por la iglesia y encargó a D. Andrés la misa de muerto, y se la pagó.

Llegado este día, se inició la misa a la misma hora de siempre, y estábamos ya pasadas las lecturas cuando se oyó un murmullo. Era la viuda, acompañada de sus vecinas, que acudían en tropel.

Al ver que la misa ya estaba iniciada, se planta en el centro y dice “Las cosas de usted, don Andrés. Encima que yo le he pagado la misa por mi marido, empieza usted sin esperarme”. A lo que D. Andrés, volviéndose y extendiendo los brazos dijo “haber venido antes” y, siguiendo el ritual, nosotros los monaguillos contestamos “amén”.

Billete de quinientas pesetas de la época

No quisiera dejar de reseñar un hecho, que por la mala interpretación que se le dio en el barrio, perjudicó la reputación de D. Andrés. Es el siguiente: en el invierno de 1946, cayó una nevada más que abundante. Terminado el oficio divino, nos pidió que le acompañáramos. La nieve tenía una altura de más de veinte centímetros, se arremangó la sotana y salimos por las calles Chorrillo, Cáliz, Cuevas-Santa Rita, San Sebastián,… prácticamente el perímetro de sus parroquias. Llevaba una lista, llamábamos a la casa que nos decía y entregaba un billete de quinientas pesetas en cada casa. Metía la mano en el bolsillo de la sotana, y surgía un billete. Así lo hizo muchas veces.

Esto hizo que en el barrio se dijera que era riquísimo, que había tenido una buena cosecha, y otros comentarios no tan agradables. Pero, por su sobrino Andrés, los monaguillos sabíamos que ese dinero no era suyo, sino que procedía de un legado que había dejado una señora para que se repartiera a las viudas de la parroquia en los días de máxima necesidad. Aquel día cumplía con el legado.