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Una sección de Sebastián Manuel Gallego Morales

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La matanza del cerdo

Artículos publicados originalmente en las "Páginas Centrales" de la Revista "El Norte", en la segunda quincena de noviembre de 2008 


Hay rituales que  van cambiando conforme cambia una ciudad, rituales que se identificaban con determinados momentos del año, incluso con la llegada de diferentes estaciones; la venida del frío, de las lluvias, del verano, de la primavera. Solía tener algún tipo de celebración, reunión o actividad particular.

Ahora, en muy poco tiempo para el que llevan instauradas estas costumbres, todo eso se ha modificado, modernizado, o, simplemente, desaparecido. En estos días de lluvia y bajas temperaturas merece la pena volver la vista atrás y recordar una de las más arraigadas actividades que está, por lo menos, en desuso.

 Hoy vivo en un piso, cómodamente instalado, y me cuesta recordar aquellos años en los que siendo un niño asistía a la fiesta familiar que suponía la matanza del cerdo, ese proveedor de reservas alimenticias para todas las épocas y que eran fácilmente conservables.

Se iniciaba el año, y en los meses de febrero o marzo asistíamos a la  compra en el mercado de uno o dos cerdos pequeños, que pasaban a engrosar el corral de animales domésticos. Se les alimentaba en la casa, a base de berzas, coles, remolacha, restos de comida y todo aquello que veíamos que era del agrado de los animales. Se les veía engordar y gruñir, y  eran los perseguidores de las gallinas o pavos, a los que acosaban, bien para  que les dejasen su comida o bien por simple juego. Transcurría  así su vida, del cerdo, en la que iban engordando, pues esa era su finalidad.

Pero llegaban estos días de frío, estos meses de noviembre y diciembre, en los que el rito daba lugar a la preparación de los días de la matanza.  Entonces todo se movilizaba en la casa, se iniciaba un aprovisionamiento de aguardiente, orujo o licor fuerte, cebollas, tripas de cerdo curadas o saladas (de tonel como se decía), orégano, ajos, sal, y  leña para la lumbre, pues sin el fuego en lumbre no había ritual. Se había previsto también disponer de las máquinas de picar y de embutir, así como de las “cañas” y del hilo bramante para atar tripas y colgarlas.

El día grande

Llegaba la mañana del día elegido. Bien temprano se preparaba la lumbre, que se tendría durante toda la jornada al máximo; sobre las trébedes se montaba la caldera y junto a ella unos barreños a los que se trasegaba el agua cuando llegaba  a hervir. Se sacaba la mesa, sobre la que se sacrificarían a los cerdos,  una mesa un poco más baja que las mesas normales, pero de unas patas más fuertes.

Cuadro "La matanza" de Leandro Castellar. Foto RICARDO CAÑABATE

Han llegado el matarife y sus ayudantes, y son recibidos a base de unas flamantes copas de aguardiente, que no desdeñan y elogian a la vez que echan su primer mirada a los “marranos”; “son buena raza, tendrán  más de nueve arrobas cada uno”, les oigo decir. Traen en unos bolsos de esparto sus herramientas y unas sogas pequeñas. “Son para atarles el hocico y las patas”, me dicen.

Nos apartan a los niños, y en pocos segundos vemos como han trabado y atado a uno de los dos cerdos. Lo han puesto sobre la mesita; por el lado en el que está la cabeza, una mujer pone un lebrillo, y a poco el cerdo lanza un grito intentando moverse, pero  el matarife ha dado en su yugular el golpe certero que le ocasiona la muerte con rapidez. Vemos a la mujer moviendo la sangre que cae en el lebrillo.

Luego todo sucede con rapidez, se le pasan por todo el cuerpo, ramas del monte secas que arden olorosamente, así como trozos de retama, que le queman todos los pelos de su cuerpo; mientras tanto, un ayudante va echando agua caliente, casi hirviendo, sobre toda la piel, y otro procede a afeitarla, dejándola lisa y brillante. Todo es  cuestión de minutos, un buen trabajo hecho por profesionales.

Se procede al peso del animal con una romana y confirman y asienten el buen ojo en la apreciación del matarife al verlos; éste primero pasa un poco de los noventa y cinco kilos. Se le toman algunas muestras, que se dejan en un plato, a la espera de que llegue el veterinario, que ya está avisado, y  se procede a rajar en canal el animal y empezar el despiece.  

Primero las patas, luego las pancetas, las mantecas y las tripas que pasan a cubetas y estas, rápidamente, a manos expertas que van a lavarlas a acequias de aguas limpias y frías, allí nos llevan para darnos la vejiga, con la que poder jugar.

Cuando volvemos ya está abierto en canal, le han separado las paletillas y los jamones, y se han empezado a cocer las morcillas y chorizos; sólo podemos ayudar dando vueltas a la máquina de picar carnes, a la vez que vemos como las mujeres mayores pinchan una y otra vez las tripas, para que salga el aire. Los hombres, ponen entre sal gorda los jamones y paletillas, a la vez que presionan para que arrojen todo el líquido que puedan tener. Luego, (después del autorizado del veterinario), a probar los chicharrones, chorizos a la lumbre, morcillas, etc., lo que buenamente nos daban, que todo era muy rico.

Otra  de las cosas que recuerdo de estas fechas, era el que se llamaba “presente” que era una bandeja que conteniendo pequeños trozos de los productos obtenidos del cerdo, se mandaba a los familiares o vecinos más cercanos, o que habían aportado su trabajo y esfuerzo colaborando en estos rituales de la matanza. Toda una atención.

En Baza sigue la matanza domiciliaria en algunas  casas, en las que las cocheras han sustituido a aquellos corralones de mi infancia, y también en todos los cortijos de su amplia vega.  No creo que el progreso acabe con este rito tan familiar, tan curioso, tan nutritivo.