ÚLTIMA PÁGINA

Una sección de Sebastián Manuel Gallego Morales

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EL ENTIERRO DE LA SARDINA

Artículo publicado originalmente en la sección “Última Página” de la revista “El Norte” correspondiente a la 2ª quincena de febrero de 2010. 


El pasado 17 de febrero se celebraba, un año más, el Miércoles de Ceniza. Atrás quedaban los días de Carnaval, los disfraces y ese ambiente festivo anterior al recogimiento de la Cuaresma. Una fecha esta, emblemática, que con la tradición religiosa que lo impregna casi todo nos trae imágenes antiguas a nuestra memoria, tradiciones que aún hoy se mantienen con más o menos intensidad.

Recuerdo cuando, hace años, en ese mismo Miércoles de Ceniza, todos los niños y mayores pasábamos por la iglesia para que nos impusieran un poco de ceniza en la frente, al tiempo que el sacerdote recitaba aquello de “memento homo… recuerda hombre que polvo eres y en polvo te has de convertir” . Una jornada aquella que concluía, por la noche, con el conocido “Entierro de la Sardina”.

Comenzaba todo con una procesión cívica, burlesca, llena de disfraces y de ironía. Encabezaban la comitiva un grupo de soldados ataviados con sus antiguos uniformes reglamentarios; les seguían un tumulto de personas disfrazadas de agentes del orden, de guardias urbanos, serenos, etc. Completaba este primer nivel del cortejo fúnebre, aunque cargado de alegría y buen humor, un montón de vecinos ataviados con ropas talares, obispos, curas, monaguillos… Se disparaban cientos de cohetes y la música festiva cerraba el acompañamiento.

Sobre unas parihuelas se había colocado un monigote relleno de paja y con una sardina en la boca. Tras él, muy cerca, algún que otro coro y chirigota. Y, finalmente, unas veces en más y otras en menos cantidad, los vecinos que habían querido acompañar esta despedida.

Unas cuantas máscaras, mejor organizadas, ordenaban el gentío. Encima de palos altos, como si de estandartes se tratara, llevaban sujetas rosquillas de pan, chorizos y botas de vino. De cuando en cuando acercaban a alguno de los acompañantes estas varas, que en la mayoría de los casos eran las mismas horcas que se usan para aventar el trigo en las eras, invitándoles a comer y a beber a los asistentes al entierro. No obstante, estos “invitados” también iban ya bien dotados de viandas y no dejaban de comer, beber y cantar, por lo que cada vez el ruido era más infernal y escandaloso.

El desfile se iniciaba en la Plaza del Ayuntamiento y  el entierro se producía ya fuera del pueblo, en las llamadas “eras de San Sebastián”. Asombraba observar cómo, conforme avanzaba la noche, la orgía en el comer y el desenfreno en el beber embriagaban a los asistentes al entierro, cada vez más dispuestos al disfrute, animándose unos a otros con sus carcajadas y chistes. No dejaban de unirse, a este fúnebre cortejo, bastantes vecinos que a su vez portaban productos del cerdo.

En las conocidas como “eras de San Sebastián”  se preparaba una gran pira de leña y sobre ella se colocaba la parihuela. Entonces comenzaba una curiosa ceremonia que todos parecían estar esperando. Los que habían llegado vestidos con ropas de penitentes de la inquisición con capirotes, los vestidos con ropas de obispos, curas, monjas y autoridades oficiales, con sombreros rematados en plumas y banderolas y medallas de lata en su pecho, iniciaban alrededor del fuego una larga charlatanería en la que relataban lo que el “muerto” les dejaba a cada uno de los asistentes.

Ninguno de los asistentes se libraba de recibir en herencia algo del muerto, y menos aún se libraban las autoridades del pueblo, que recibían entre risas y júbilos de los asistentes las partes mas tapadas del cuerpo humano.

Allí se repartía todo lo del monigote difunto antes de que el fuego lo consumiera. También se iban arrojando a este fuego bastantes ropas viejas con las que habían cubierto las máscaras. Cuando se acababa el fuego, era raro que quedara algo de vino o de comida, por lo que allí se puede decir que terminaban las fiestas del Carnaval. El relente de la fría noche de febrero nos mandaba a casa.

Este recuerdo de mi infancia choca frontalmente con el vivido en Murcia en el también llamado “Entierro de la Sardina”, que no se celebra el Miércoles de Ceniza, sino el sábado siguiente al Domingo de Resurrección. Con este acto, en la capital murciana, se inician las llamadas “Fiestas de Primavera”. Arrancan con la lectura del “testamento de la sardina” desde el balcón principal del Ayuntamiento. Los grupos llamados “sardineros” son los encargados de darle alegría, música y vistosidad a este entierro, en el que sí es una enorme sardina a la que llevan a quemar, en medio de un desfile en el que van carrozas ataviadas con trajes populares, repartiendo caramelos, confetis etc. Esta fiesta murciana ha sido declarada “fiesta de interés turístico”.

Pero en mi  recuerdo de hoy yo me quedo con aquella versión que conocí cuando niño, y en la que todos, chicos y grandes, nos disfrazábamos y nos divertíamos, lo pasábamos bien, pero que muy bien, antes de entrar en la época de los sermones, los ayunos, las vigilias, y de todas aquellas solemnes ceremonias religiosas de la tan esperada Semana Santa.