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Una sección de Sebastián Manuel Gallego Morales

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Baza en la literatura de viajes
del siglo XIX

(Capítulo I)

Artículo publicado originalmente en la sección "Memoria y opinión" de la Revista "El Norte", correspondiente a la primera quincena de octubre de 2007 


Son muchos, y muy importantes, los relatos de viajeros que en el siglo XIX pasaron por nuestra ciudad y que dejaron descrito lo que en la misma vieron. Hablamos de un siglo en el que Europa había entrado en la modernidad. Sin embargo, España se mantenía aún como un paraíso exótico en el que viajar era una aventura. Sus caminos eran de tierra, sus paisajes, impresionantes, o por lo áridos o por lo frondosos; y sus ciudades, atrasadas en todos los aspectos… en general, un foco de atención permanente del curioso viajero, que describe cuanto ven sus ojos, cómo son sus alojamientos, caminos y personas con las que traba conocimiento.

Los encontramos desde los primeros años del siglo, tanto franceses: Custine, Merimeé, Quinet, Dumas, Gautier, Didier, Boissier, Doré, Davillier, etc.; belgas, como la Condesa Juliette de Robersart; ingleses, como George Borrow, John Carr, Edward Cook, Henry David Inglis, Richard Ford, Robert Dundas, Johnston Said, y otros muchos, incluso americanos: Mordecal Noach ó John Issaias, y el gran hispanista Washington Irving.

En Inglaterra proliferaron enormemente los libros de aventuras y viajes por nuestra tierra. Todos cuantos nos visitan editan sus impresiones en este formato de libro de mano o de bolsillo, que llega a un gran número de lectores ansiosos de conocer de primera mano todo lo referente a nuestro «exótico país». Es por ello que nos han quedado más referencias que lo que se publicaba en los periódicos parisinos. Una diligencia por el paso de Despeñaperros. (Óleo de Palmero)
Entre todo, son de lo más curioso las descripciones con todo detalle de las «Fondas» y las «Posadas», sitas en las ciudades que visitan, y las «Ventas» o establecimientos situados entre los itinerarios a recorrer entre pueblo y pueblo. Describen también, por haber tenido en ocasiones que usar de ellas, las llamadas «casas de pupilos» que no son más que casas de huéspedes baratas. Los viajeros franceses de este siglo son los que más fijación tienen en describir el exotismo y atraso de nuestro país, pues es lo que se vende en la Europa civilizada y de costumbres casi uniformadas. Llegan a escribir cómo pasan la noche en vela en una posada en la que el dueño es un «individuo agitanado, de largos bigotes, mirada fiera y que más parece ser confidente de bandoleros que propietario de lugar de refugio y asilo». Son también los franceses los que reseñan cómo estas posadas y ventas están de antemano ocupadas por numerosos parásitos, y en las que a veces debían compartir habitaciones con personas desconocidas; o cómo la comida es escasa y los precios desorbitados, las atenciones al viajero nulas, y que a veces en la cocina se pueden ver más trabucos colgados que enseres para cocinar. Claro que en el dormir hay viajeros que lo han tenido que hacer en los mismos carruajes o galeras en los que hacían el camino, y que en el comer han alabado siempre el compartir la escasa y buena  comida con lugareños amables y serviciales. Tan solo unos pocos de estos curiosos viajeros nos hablan de los «paradores», que describen como fondas de superior categoría en las estancias y servicios que prestan.
«Curiosos impertinentes». Nada parece haber cambiado en eso de que España es un lugar ideal para visitar, lo que hoy son millones de turistas, ayer fueron cientos. Nuestro país estaba en las páginas del diario «La Press» y era siempre portada en la revista «Les deux mondes», que llenaban hojas y hojas con los comentarios enviados por estos viajeros que así mismo se llamaban «curiosos impertinentes».

Hay una narración concordante en casi todos ellos (viajeros ingleses, franceses, belgas o norteamericanos) que es su admiración por la tierra de Andalucía, su pasado árabe, los monumentos que dejaron, los castillos y alcazabas, las iglesias y los monasterios. Aunque hay una diferencia bien clara entre los que nos visitaron antes de la invasión francesa y los que lo hacen después. Porque después de la invasión y destrozo francés, visitan una España mísera y depauperada, que ha tenido un pasado esplendoroso y un patrimonio artístico que fue y está siendo expoliado por propios y extraños. Para los primeros viajeros de este siglo, nuestro país es inculto y atrasado en todos los aspectos, y en el que una alta nobleza, y un todopoderoso clero, dominan a un pueblo lleno de supersticiones y sumiso a un poder totalitario, en el que la disensión sólo se manifestaba por el hecho de «echarse al monte». Precisamente a estos personajes, «los bandoleros», son a los que vienen buscando muchos de estos viajeros. Los tienen tan idealizados, por el hecho de que las leyendas del «Tempranillo» o «del Vivillo» u otros semejantes  han traspasado nuestras fronteras con el aura de que  lo que quitan a los ricos lo reparten entre los pobres. Solo esperan encontrarse con ellos para narrar a sus ávidos lectores de centroeuropa su aventura en la exótica España y el encuentro con tan gloriosos «héroes». Tan es así que más de uno de estos viajeros, en el momento de contratar un carruaje para su visita a Andalucía, trata también  «un asalto de bandoleros». Diríamos que la agencia de viajes tenía entonces una visión de los viajes del futuro, el «todo incluido».

Es este alejamiento el que hace que la fantasía de los viajeros se incremente y sean los creadores de la leyenda de un país de bandoleros, contrabandistas, toreros, manolas, cigarreras y haraganes, en resumen, un país de pandereta. Hay algunos que logran una perfecta conexión de los elementos que idealizan, y que presentan como típicos del pueblo. Tal es el caso de Prosper Merimée con su «Carmen» (guardias-cigarreras-bandoleros-toreros )… ¿qué más precisaban sus lectores franceses?. Sin embargo, estos escritores son más sinceros en sus escritos particulares; así, del mismo Merimée, encontramos esta frase: «Dicen que el país está lleno de ladrones, pero yo no he encontrado ninguno. ¿De que viven estos pobres diablos?. ¡Los viajeros son tan escasos¡...»
Otro de los tópicos que buscan los viajeros son las costumbres del pueblo, el tipismo de sus trajes o la belleza de las mujeres. Y es que un viaje a esta España era para los europeos un viaje a un país próximo pero exótico, cercano pero alejado de las costumbres imperantes en Europa; un país que había adaptado la Ilustración el siglo anterior con el Rey Carlos III, pero que se había quedado paralizado y sin reforma alguna en este siglo. Los caminos eran del siglo anterior; todos describen como un éxito del anterior rey citado, la apertura del paso de Despeñaperros hacia Andalucía, y la repoblación de los pueblos cercanos o la creación del de Santa Elena. Pero hasta aquí había llegado el progreso y la ilustración. Pasado Despeñaperros, en esta Andalucía atrasada quedaba en manos de la Providencia, y de los bandoleros, el llegar a tener un buen viaje. Este es el siglo XIX en el que en su primera mitad nada se hizo y si mucho se deshizo (invasión y expolio francés primero, y luego la desamortización con el desmontaje de altares e iconografías que eran verdaderos tesoros del arte); con este panorama de deshacer y no hacer, los caminos que transitan son del siglo anterior. El bandolero Diego Corrientes
Los relatos de estos viajeros tienen tal éxito en Europa que hacen que con el tiempo sean cientos los que nos visiten y hablen o escriban continuamente sobre nosotros. De este momento son las obras de Afred de Musset (Contes d´Espagne) o las bellísimas «Orientales», varias veces editadas por Víctor Hugo, llegando la apoteosis con el «Hernani», estrenado en la Comedie francaisse. Ya se habían adelantado algunos viajeros ingleses como Sir John Carr, con su obra Descriptive Travels in the Southern and Eastern Parts of Spain and the Balearic Isles (Londres, 1811). Otros como Richard Ford, publican la primera guía de viajes sobre España, el Handbook for travellers in Spain  (Londres 1845).
Guitarras, toreros y manolas En muchos de ellos, sin embargo, sólo se busca el tipismo o el elemento diferencial con los europeos; de este modo, de alguno de estos viajeros llegamos a leer y describir el «trabuco» como arma consustancial con la vida tanto de los «bandoleros», como de los «contrabandistas», elemento típico posterior a éstos y que ha llegado hasta el siglo XX. Encontramos relatos en los que se dice cómo en la lucha cuerpo a cuerpo o en el asalto a diligencias, el trabuco, por su amplia boca, puede alcanzar a más de un elemento o enemigo contrario, por lo que es muy útil para el atracador; y lo es más aún que la «faca», de muy limitado alcance y solo utilizada en lucha de cuerpo a cuerpo. Se llega incluso a describir cómo se desarma, cómo se limpia y cómo se lleva y mima este arma típica del bandidaje.
«Faraona», «Generala», «Sultana»
Llegan a una ciudad o a un pueblo y toman nota de lo que hay en el mismo, así como de sus monumentos, en pié o derruidos, y esbozan un ligero cuadro de lo que ellos ven, así como de las personas con las que contactan. Algunos llegan a describir los monumentos, (catedrales, palacios, casas nobles, castillos, e incluso jardines) con tanta admiración y detalle que hoy día sirven de guía en los mismos. Otros demuestran tal admiración por la pintura y las obras de arte, que hacen que se desplacen de centroeuropa cientos de coleccionistas que «adquieren» a precio de ganga este patrimonio nacional (recuérdese a Piot, que financió los viajes de su amigo Theofile Gautier). Hacen pues estos viajeros, a la vez que de exploradores, de notarios del momento, y a veces de geógrafos, por la descripción minuciosa de las rutas existentes entre pueblo y pueblo y las ventas, que son como estancias intermedias para descanso de los animales, único medio de locomoción de aquella época. Describen estos carruajes-galeras, en su mayoría, la solidez de su construcción y la pericia de sus conductores; cuando los viajes son largos, se adquirían los llamados «coches colleras», cuyo interior iba forrado en terciopelo y con asientos para los viajeros que luego eran revendidos en destino, pues existía un gran comercio en este tipo de vehículos de transporte. Ensalzan a los mayorales que han conocido y alguno de ellos llega incluso a anotar los nombre de las mulas que las arrastran, que obedecen fielmente a la voz del  mayoral, quien las llama por sus nombres y que los animales parecen conocer, pues reaccionan al pronunciarlos. «Faraona», «Generala», «Sultana» y otros muchos nombres salpican estos relatos.

Hecha esta exposición general de la situación de España en el siglo XIX y dentro de ella Andalucía, las siguientes líneasse refieren sólo al paso de alguno de estos viajeros por nuestra ciudad, y lo que de ella dejaron anotado en sus escritos, ciñéndonos a un corto itinerario entre Granada y Valencia, que era la ruta general. Llegada a las ventas de Gor o a la del Baúl, estancia en nuestra ciudad, y despedida en la Venta del Peral. O el recorrido inverso: Valencia-Granada, con lo que se cita a la Venta del Peral, Baza y Venta del Baúl. Tan solo hay un viajero que al llegar a Baza, procedente de Granada, toma el camino a Pozo-Alcón (Cook).

Para mi, el mejor estudio que se ha publicado es el realizado por la granadina Dª María Antonia López Burgos, y publicado en el año 2000, titulado «Por las rutas de Baza»  del que son los siguientes párrafos referidos a nuestra ciudad.

Del viaje de Sir John Carr, realizado en el año 1809, se destacan los párrafos que adjuntamos de forma íntegra:

«...hasta que desde lo alto de una montaña de repente vimos la bella ciudad de Baza, que se extendía en su base, recordándonos Dover cuando se contempla desde el castillo que hay en todo lo alto (esta visión de Baza es la que se obtenía al llegar por la antigua carretera de Granada, desde lo alto de las Arrodeas, y desde el llamado Balcón del Canónigo). Aquí llegamos muy temprano, pero como todas nuestras etapas estaban reguladas y la próxima estaba a medio día de camino, nos alegramos de quedarnos a pasar el día.

La noticia de nuestra llegada pronto se extendió por el pueblo y tuvimos la suerte de encontrarnos con la amabilidad de los alegres y hospitalarios monjes de San Jerónimo, que poseen un noble convento en este pueblo. Desde las celdas o mejor dicho, bonitos aposentos de los santos hermanos, hay unas magníficas vistas de una gran parte de la llanura cultivada.

Uno de ellos, encargado por el superior para atendernos, nos mostró todo lo que merecía la pena en el pueblo. En la plaza, que es bastante árabe, vimos enormes piezas de artillería, que habían sido traídas desde un pueblo de Valencia para ayudar a liberar Baza del dominio de los árabes, los cuales, después de una resistencia desesperada, por fin se rindieron a los ejércitos de Isabel y Fernando en 1489. Así debió ser el encuentro entre el escritor y los monjes de San Jerónimo.

Al examinar uno de estos cañones, algunos tenían fuertes argollas alrededor y estaban tirados en el suelo, me di cuenta de que se trataba de un mero cilindro abierto a ambos lados y me dijeron que había unas piezas de hierro desmontables, que podían ser colocadas en uno de los extremos para poner la pólvora y que se encontraban depositadas en una casa allí cerca.

Este lugar, en el que hay poco comercio y pocas manufacturas y que puede ser considerado un pueblo agrícola, es muy famoso en los anales árabes. Sus vestigios se pueden observar aún en muchos de los edificios tanto públicos como privados.

La Plaza de Toros es pequeña y muy bonita, aunque como ahora no se utiliza la está destruyendo el paso del tiempo. Pero la Alameda de Baza es la zona más agradable. Cerca de ella la gran fuente de agua pura susurrante y la sombra de sus majestuosos olmos y álamos plateados la encontramos francamente deliciosa.

Ya que habíamos llegado hasta tan lejos sin ver a nadie que incluso tuviese un parecido con un ladrón, nos decidimos a confiar en el cielo y en la honestidad y honor de los españoles y despedir a los guardas...

Por la noche cenamos, por invitación, con nuestros santos amigos de San Jerónimo. El Superior, un hombre extraordinariamente atractivo, le pidió aproximadamente a ocho monjes que se sentaran en la mesa y el resto estaba a nuestro alrededor. La conversación versó primero sobre las incursiones de los franceses, quienes parecían ser abominables para estas personas. El Superior, que hablaba un poquito francés, siempre le llamaba Bonaparte-malaparte. Por medio de mi amigo, yo dibujé una escena lo más espantosa que pude de la operación y efectos del reclutamiento militar francés en España, y añadí que también amenazaría a ellos y a los legos de la provincia.

El horror a ser convertidos en soldados y verse forzados a renunciar a las comodidades y la seguridad de la independencia del convento, a cambio de las privaciones y peligros de la gloria militar, pareció apoderarse de sus mentes, y aunque no con el más puro, si al menos con el más natural, y creo, con el más auténtico patriotismo, ellos decidieron defender las cosas buenas con las que la Providencia los había bendecido generosamente, hasta el último extremo.

Nos sentamos ante una excelente cena a base de carne de caza, y bebimos abundantes libaciones de un delicioso vino tinto que yo ya había probado en España ...Mientras que los vasos circulaban, toda la congregación del monasterio se dejó llevar por los sentimientos de hombres que habían probado los éxtasis que solo el bello sexo puede hacernos desatar, y así seguimos hasta que la campana del convento dio las doce, brindando por las damas de Baza.

Ahora era el momento de retirarse; estaban encendidos los faroles y con el Superior entre mi compañero y yo, seguidos por casi toda la comunidad, de dos en dos, y acompañados por la mitad de la gente del pueblo, avanzamos en jovial procesión hacia la posada, donde los monjes se despidieron de nosotros, continuamente repitiendo su deseo de que la amistad entre Inglaterra y España fuera indisoluble. El Superior susurró algo a nuestro posadero. Por la mañana descubrimos que se trataba de una orden para que todos los gastos que habíamos hecho o que pudiéramos hacer en la posada fuesen cargados a la cuenta del convento.

Debido a este embarazoso acto de hospitalidad y a la inalterable sumisión del hombre a las órdenes del Superior, al día siguiente casi nos morimos de hambre, ya que la delicadeza nos impidió que nos llevásemos nuestro abastecimiento de vino y buenas provisiones, que nosotros habíamos solicitado que estuvieran preparadas por la mañana. Como se levantaron tarde, el carruaje hubo de partir a toda prisa, para llegar a la hora de la Cena a la vecina Cúllar-Baza».

Itinerario seguido por Sir John Carr en el año 1809. Baza fue una de las ciudades que visitó, pero el recorrido por Andalucía fue el siguiente: Cádiz, Jerez, Sevilla, Gibraltar, Algeciras, San Roque, Estepona, Marbella, Torremolinos, Churriana, Málaga, Vélez Málaga, Granada, Guadix, Baza

De la obra de Samuel Edwad Cook, que hizo numerosos viajes por toda España y por diferentes rutas, y de sus experiencias plasmadas en el libro Sketches in Spain During the Years 1829, 30, 31, and 32… apuntamos lo siguiente:
«Después de pasar una alta meseta agreste y desértica, bajamos a Baza. Eran los últimos días del otoño y una caravana que viajaba desde Valencia a Granada iba de camino. Salen inmediatamente después de la recolección del arroz, que se intercambia por cuero, arreos para los mulos, cáñamo, imágenes de barro y una gran variedad de pequeños artículos de uso doméstico. El viaje y las otras operaciones ocupan unas seis semanas. La carretera estaba llena de estupendos burros blancos de Valencia, cargados con sacos de arroz y muchos pasajeros que se aprovechaban de la oportunidad de viajar. Estos animales eran todos machos, ya que se consideran que tienen más fuerza y vigor que las hembras, a las cuales las dejan en sus casas para usos domésticos. Viajan a buen ritmo, con paso alegre y ligero, tropezando de forma ocasional con las piedras y recobrando el paso con gran frialdad y agilidad.

En Baza me alojé en una posada nueva y espaciosa; hubo llegadas sucesivas hasta alcanzar el número de doscientos animales, que fueron todos metidos bajo el mismo techo y el posadero me informó que podía acomodar un número aún mayor. La entrada que comprende la cocina y la zona de carga y descarga y los bancos para dormir los arrieros y de otros del mismo rango es proporcionalmente grande. Cuando iban llegando los burros de forma sucesiva, los iban descargando rápidamente y los pasaban a los establos, que se encuentran en la parte de atrás, comunicados por puertas, y allí ponían las cargas colocadas de forma simétrica en filas, preparadas para ser cargadas a la mañana siguiente; cada mayoral, o jefe, tenía cuidado de su propia carga; los mozos, de los cuales había uno para cada cuatro o cinco animales, los atendían. Todo el grupo dormía en poyetes o en el suelo, extendiendo sus mantas.

Encima de este vestíbulo están las habitaciones destinadas a los pasajeros; me mostraron una bastante espaciosa, donde no había nada aparte de los muros. Sin embargo pronto hizo su aparición una cama limpia y excelente sobre caballetes, con el mobiliario necesario, y prepararon una buena cena, después de que yo hubiese mandado a la Plaza a comprar todo lo necesario para ésta.

Cuando los burros estaban arreglados y les habían dado de comer y sus mayorales se habían tomado su frugal comida compuesta de pescado en salazón y aceite, aparecieron las guitarras y las castañuelas, y estuvieron tocando y bailando hasta bastante tarde, a pesar del cansancio del día, o de lo que les esperaba al día siguiente.

Antigua posada de Los Caños

Todo transcurría de forma muy tranquila, pero yo observaba al posadero que era un personaje serio y sosegado, paseándose constantemente de arriba a abajo entre ellos, sin tomar parte en la diversión, ya que estaba evidentemente preparado para intervenir, pues entre los valencianos que suelen estar armados, y entre todos los españoles «celosos y pendencieros» a menudo se desencadenan en un instante reyertas que pueden llegar a ser mortales.

Baza, que fue muy importante en tiempos de los moros, ahora es un lugar miserable, cuyos habitantes sobreviven por el tráfico de la carretera que la atraviesa, y de la producción de sus viñedos y olivares. Al igual que otros muchos lugares, parecía increíble el cambio que ha sufrido desde la Reconquista; en este momento casi no quedaba ningún rasgo de su descripción.

Yo esperé al Corregidor para quien tenía una carta. Él es un personaje muy importante en esta zona. Me encontré a sus hijas en este apartado lugar interpretando a Rossini, obras que ellas conocían a la perfección. Yo hubiese preferido mucho mejor escuchar alguna canción de origen árabe. Él me informó que en cuanto a su jurisdicción, la zona era segura, pero que mas allá había «rateros»... Me fui hacia el norte y cruzando una zona desértica de aspecto africano, pasé el Guadiana, como la gente lo llama, un bello río que recoge las aguas de la zona este de la Sierra de Segura».

(la posada que tan acertadamente describen estas líneas fue «La posada de los Caños Dorados» lamentablemente destruida para hacer unos horrendos pisos en el centro de la ciudad, y el  Señor Corregidor era Don José de Ibarlucea y Arratiguibel. Sobre la posada, y con este mismo nombre, «La posada de los Caños», tengo escrita una pequeña novela que algún día espero publicar).