429. Por los románticos campos de mi ciudad

Foto: Lola Fernández

Por Lola Fernández Burgos

Poco a poco vamos pudiendo salir a pasear en esta primavera que ha llegado tan revuelta y sin prisas. Y hacerlo por los campos que rodean nuestra ciudad es todo un placer, con esa vega que aún queda con sus cultivos y sus paisajes de siglos, aunque todo parece moverse en coordenadas de provisionalidad, como si no faltara mucho tiempo para desaparecer. Hay parcelas de campo que se han quedado en la misma frontera de las nuevas construcciones de Baza creciendo, y son como un oasis de naturaleza pero con los días contados, tal que si hubieran recibido una maldición y estuvieran condenadas a la extinción. Por eso, no se me ocurre mejor manera de hacerlas eternas que llenarme los ojos y los sentidos todos con su presencia y su entidad, tan diferente de los ámbitos urbanos. Lo rural se me aparece como una pintura de siglos, con el campesino inclinado sobre la tierra de la que obtiene sus frutos a cambio de dejarse sus días sin horario. Porque la agricultura es puro sacrificio, y más a la antigua usanza, en la que el mismo tractor es una innovación. Nada que ver con los usos modernos y todos los inventos al servicio de la comodidad del hombre y de la eficacia en la producción agrícola, que será mejor, pero que no tiene un ápice de romanticismo ni recuerda pintura alguna. Podría pasarme horas observando el trabajo de los agricultores, sin que me vean, porque me parece que de hacerlo los distraeré de sus labores. Y al contemplarles me siento como si viera a nuestros antepasados, sin que hubiera pasado el tiempo. Se les ve ensimismados, agachándose una y otra vez, con lo que supongo que acabarán agotados y sin fuerzas para reiniciar el trabajo a no ser que medie un reparador descanso.

Pero después del paseo por las parcelas agrícolas, una vuelve a las calles de la ciudad, y olvida pronto la quietud que proporciona la comunión con naturaleza. Y más si se tiene al lado de donde se vive una obra de las que yo llamo pías, que son de esas que sabes cuándo empiezan, pero no cuándo terminan. Desde hace semanas sufro en mi casa los mismos temblores que si se estuvieran sucediendo terremotos intensos y de gran duración. Cuando siento las sacudidas estando sentada en el salón, no tardo en imaginarme la posibilidad de encontrarme de pronto en mi sillón, pero en el piso de abajo, tal y como ocurre en los dibujos animados. Y si los falsos movimientos sísmicos me sorprenden temprano aún acostada, no encuentro muchas diferencias de la experiencia vivida con terremotos reales. Y supongo que habrán hecho un estudio antes de empezar a remover la tierra y levantar la estructura base en la que se asentará la futura construcción; y también confío en que vivo en un edificio preparado para soportar los seísmos sin derrumbarse. Pero es que observo grietas en la fachada y no recuerdo haberlas visto anteriormente, aunque estoy segura de que serán superficiales, por la cuenta que nos trae a los vecinos que padecemos la obra de construcción colindante. No sé, estoy deseando que pasen a otra fase menos molesta, y espero muy sinceramente no salir en las noticias por alguna catástrofe provocada por la acción osada del hombre. Y mientras tanto, procuro irme a los campos vecinos, a seguir observando los trabajos agrícolas, que me parecen mucho más seguros que los que se realizan justo al lado del edificio en que vivo.